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¿La fiesta en paz?

Alberto Bailleres, matizar, no sólo halagar // Sus demasiadas contradicciones

C

on el fallecimiento de don Alberto Bailleres González el pasado martes, a los 90 años, la procesión de esquelas, coronas, arreglos florales, pésames y centenares de declaraciones elogiosas, hasta dan ganas de morirse… si se hubiera sido tan exitoso como él en el mundo de los negocios, claro.

Pero como ocurre siempre en estos casos en que el poder económico se quiere identificar con el desempeño profesional en todas las áreas que el difunto abarcó, necesariamente hay que matizar y valorar realidades y vanidades de un personaje ciertamente brillante a su paso por el empantanado mundo empresarial, pero no necesariamente en su desempeño como empresario y promotor de la tradición taurina de México.

Porque pocos recuerdan que en casi seis décadas de mangonear la fiesta de toros en México, Bailleres, más que estimular la evolución natural del espectáculo taurino en el país decidió hacer su fiesta al más puro estilo medieval, con sus toros, sus toreros, sus plazas, sus locutores, sus patrocinios y sus particulares e incuestionables criterios, que para algo se es un monopolio autorregulado. La discreta cuanto prolongada competencia de los Alemán (23 años en la Plaza México) careció de un estilo empresarial capaz de convertirse en liderazgo diferenciador y benéfico para la fiesta, habida cuenta de que ambas familias no evitaron caer en la tentación del coloniaje taurino, unos con Ponce, los otros con Morante, ambos con los ojos puestos en toreros-marca importados, en lugar de promover, en serio, a toreros nacionales con personalidad, espíritu de competencia, capaces de enorgullecer a los públicos, de superar a los importados y de cotizarse en mercados internacionales. Y, claro, junto con su acomplejada admiración por los extranjeros, la paulatina pérdida de bravura del ganado de lidia. Todo de espaldas a un público al que sólo quedaba aceptar o rechazar.

Bailleres se obsesionó por adquirir las principales plazas de toros del país –las dos de Aguascalientes, Guadalajara, Monterrey, Tijuana, León, Irapuato, Ciudad Juárez, Acapulco y Guanajuato–, no para reposicionarlas y recotizarlas, sino para poseerlas, renuente siempre a rentarlas, aunque las subutilizara o dejara que cayeran en el deterioro. A lo anterior añadió rodearse de colaboradores incondicionales más que profesionales, incapaces de aplicar algo de la eficacia empresarial de su poderoso consorcio, desde luego por instrucciones de él.

Ésa fue la increíble paradoja de uno de los cuatro hombres más ricos de México: carecer de filosofía de servicio, al grado mantener la división taurina de su exitosa corporación en unos niveles premodernos, grises, sin presencia mercadológica, publicitaria ni motivacional, en una medianía empresarial que más que estimular estorbó y entorpeció la sana evolución de una tradición mexicana de casi medio milenio, con el amiguismo y ninguneo correspondiente hacia toreros y ganaderos.

No le interesó operar con un rigor de resultados transparentes, ni en lo artístico ni en lo económico ni en lo cultural, y sus utilidades no tenían relación con la mayor o menor asistencia de público a sus contados actos en las respectivas plazas. Tampoco hubo intención de unir esfuerzos con otras empresas para alcanzar metas comunes en beneficio de la fiesta. En cambio, en España invirtió millones de euros en adquisiciones, asociaciones y fusiones, por lo que nunca se opuso a la globalización taurina de esta por asimétrica que fuese, sino que la favoreció aquí y allá. Así que menos incienso y más madurez al revisar estrategias.