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Medio ambiente: lecciones desperdiciadas
E

n medio de todo el dolor humano y las pérdidas materiales que trajo consigo la pandemia de Covid-19, hace un año recorrió el mundo una buena noticia: la naturaleza disfrutaba de un breve respiro gracias a la disminución de las actividades cotidianas a consecuencia de las medidas de confinamiento y distanciamiento social.

En los primeros meses de la emergencia sanitaria, las emisiones de carbono disminuyeron 17 por ciento a escala global, lo que se tradujo, sólo en China, en un estimado de 9 mil muertes menos a causa de la contaminación atmosférica.

Asimismo, se multiplicaron los testimonios de especies animales que volvieron a poblar zonas de las que habían sido desplazadas años atrás por la expansión de la mancha urbana o la afluencia de turistas.

De manera lamentable, el paulatino regreso a la normalidad ha revelado que la mayor parte de los seres humanos no extrajo ninguna lección ambiental de los meses más duros de la pandemia, incluso cuando la comunidad científica ha insistido en la estrecha relación entre la aparición de nuevos virus y las alteraciones de los ecosistemas naturales. Hoy se conmemora el Día Mundial del Medio Ambiente entre evidencias de que, para la mayoría, conservar un estilo de vida basado en el consumo irrefrenable de mercancías y experiencias es más importante que la sostenibilidad de la vida: los automóviles vuelven a abarrotar las ciudades hasta hacerlas intransitables, largas filas en los centros comerciales exhiben el ansia de ampliar los guardarropas sin miramientos por el impacto ambiental de la moda (producir un pantalón de mezclilla requiere 7 mil 500 litros de agua), se derrocha indiscriminadamente en plásticos de un solo uso, y no hay señales de que amaine el desperdicio de alimentos.

Los daños provocados por esta conducta irreflexiva están a la vista: el año pasado se rompió el récord de huracanes –31 fenómenos en el Atlántico–, entre 2001 y 2018 el país perdió alrededor de 3 millones 816 mil hectáreas de bosques y selvas; además, a la fecha, 85 por ciento del territorio nacional está en sequía.

No se trata de datos inconexos, pues con independencia de los ciclos naturales de lluvia y estiaje, está probado que la deforestación impide la recarga de los acuíferos, afecta al ciclo hidrológico y causa la erosión de los suelos, que sin la capa vegetal quedan a merced de las condiciones meteorológicas. A la vez, la pérdida de la cobertura forestal reduce la capacidad de la naturaleza para equilibrar el clima global, y las altas temperaturas aumentan las probabilidades de formación de tormentas tropicales que azotan las regiones costeras.

Revertir esta situación es un asunto de supervivencia personal –como lo prueban los llamados refugiados climáticos, quienes han debido abandonar sus lugares de origen debido a catástrofes ambientales– pero, ante todo, de responsabilidad con quienes habrán de sucedernos en el planeta.

Precisamente, el manido pero poco observado concepto de desarrollo sostenible implica satisfacer las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer las posibilidades de las del futuro de satisfacer sus propias necesidades.

Para dar sustancia a la sostenibilidad, la ciudadanía debe tomar conciencia de lo que se encuentra en juego si se insiste en mantener un modelo económico que pone el lucro por encima de cualquier prioridad socioambiental, guiar sus prácticas mediante ese entendimiento, y exigir tanto a gobiernos como a empresas que integren las consideraciones ecológicas a cada uno de sus proyectos, no en forma meramente discursiva, sino como ejes para la toma de decisiones.