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Retrato de una mujer en llamas
P

rimer tiempo. Luego de una travesía marítima accidentada, la joven pintora Marianne (Noémie Merlant) llega a las costas de Bretaña para acudir al llamado de una mujer (Valeria Gorlino) que la contrata para pintar el retrato de su hija Héloise (Adèle Haenel), que será enviado a Milán para consideración del pretendiente que habrá de desposar a la joven. Recién salida de un convento benedictino, no existe para la futura esposa opción vital alguna fuera de ese rápido tránsito de la vida religiosa a la experiencia conyugal. El retrato contratado representa ese objeto de posesión en que ella misma se convertirá luego de contraer nupcias. Ante una presión semejante, una hermana mayor suya había elegido antes el suicidio; ella, por su parte, prefiere, como revuelta silenciosa, negarse a posar para el retrato.

Segundo tiempo. El reto de Marianne consistirá en hacerse pasar por dama de compañía de la joven, observarla detenidamente, y pintar clandestinamente el cuadro, confiando siempre en su memoria y con la ayuda ocasional de Sophie (Luàna Bajrami), una empleada doméstica que posará para ella con las vestimentas de la Héloise ausente. La estratagema cumple su cometido sin mayores contratiempos hasta el momento en que por un prurito de honestidad profesional, la pintora decide revelar a la joven incauta la naturaleza y verdad de su cometido.

Retrato de una mujer en llamas (Portrait de la jeune fille en feu, 2019), cuarto largometraje de la realizadora francesa Céline Sciamma (La naissance des pieuvres, 2007; Tomboy, 2011, Bande de filles, 2014), incursiona en el cine de época de modo novedoso, con vigor expresivo y una atención minuciosa a los detalles escenográficos y, más importante aún, a la complejidad de las presiones culturales impuestas a mujeres desprovistas de todo poder de decisión sobre sus propios cuerpos y destinos. Y acomete esa empresa en un relato donde la figura masculina, meramente referencial, queda relegada a un plano muy secundario.

Paulatinamente, los tres personajes centrales de la cinta establecen lazos fuertes de complicidad afectiva, creando a la vez espacios inéditos de libertad y expresión espontánea. Juntas leen y discuten temas de la mitología griega (Orfeo y el vano empeño de recuperar con el canto a su amada Eurídice), o de la literatura latina (una discreta alusión al Arte de amar, de Ovidio, como manual secreto de la pintora y su modelo). Antes de aspirar a la plenitud amorosa en una relación carnal, Héloise exige de Marianne un compromiso más fuerte con la coherencia intelectual. Al contemplar su retrato casi terminado, la joven le reprocha: Que no se parezca a mí, eso puedo entenderlo, pero que no se parezca a usted, eso sí es triste.

La apropiación por parte de una mujer de un oficio artístico reservado a los hombres, era algo singular y temerario en la época en que transcurre el relato. La película Artemisia (Agnès Merlet,1997) describía el escándalo suscitado por la artista barroca italiana Artemisia Gentileschi, quien ya en en ese mismo siglo XVIII se atrevía a pintar cuerpos desnudos. La mirada se centraba entonces en la condena masculina a dicha empresa. En la apuesta fílmica de Céline Sciamma, las protagonistas reivindican ahora la autonomía de una airosa mirada femenina o, en palabras de la directora, una nueva política de la mirada. Héloise renuncia aquí a su primera condición de objeto y se asume como un sujeto muy vivo, animado por el deseo que le inspira Marianne. Ese impulso erótico, al principio contenido y soterrado, va más allá de un mero lazo afectivo y se vuelve la fascinación que las dos jóvenes comparten por el libre albedrío y por un impulso sexual intenso, aunque a la postre fugaz, una fugacidad que la propia Héloise avizora cuando a su compañera le confiesa: Contigo descubro un sentimiento nuevo, la lamentación.

Para evocar las sutilezas y complejidades de esa relación amorosa entre mujeres que va del delicado y jubiloso escarceo sexual hasta la triste certidumbre de una separación inevitable, la directora opta por recrear atmósferas intimistas, casi claustrofóbicas, con juegos de iluminación sugerentes, en contraste con la naturaleza ruda de las costas y acantilados bretones. La fotografía de Claire Mathon (Atlántico, 2019; El extraño del lago, 2013), transmite con acierto la intensidad de esos devaneos emocionales. Y lo que finalmente prevalece es una estética del pudor amoroso combinado con la desenfadada expresión del deseo sexual femenino, un escándalo mayor para aquella época pre-revolucionaria.

Se exhibe en la sala 1 de la Cineteca Nacional (16 y 19 horas), y otras salas comerciales.

Twitter: CarlosBonfil1