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Muerte chiquita
N

i siquiera es metafórico. La partícula más pequeña de lo vivo, un sí-es no-es inerte, tiene de cabeza a la gente en el mundo. Un virus, y de los más elementales. Apenas una tira de ácido ribonucleico (RNA) en un primitivo cascarón. Una secuencia ávida de parearse, ágil y adaptable. Más allá de Darwin, es hambre de vivir, una antesala de lo vivo, que nunca va por generación espontánea como se creyó.

Hace un siglo ni siquiera se conocían los virus, salvo en negativo. Eran invisibles, si acaso se intuía su existencia por sus efectos en cultivos de bacterias y, claro, en enfermedades. Antes de 1930 se dio con tinciones y trucos luminosos que los sombreaban para ver al diminuto invasor en las células propiamente dichas, donde la vida orgánica comienza. Vino al fin la microscopía electrónica con resolución profunda para retratarlos in fraganti. Se demostró que dan gripa y cáncer, destruyen hígados y cerebros, bloquean pulmones, arrancan el pellejo. Acechan en el aire, en el suelo, en los otros animales. Ponen a prueba nuestro sistema inmune, que como tal fue incluido por el canon médico apenas hace tres décadas, en buena medida gracias a un virus nuevo y desafiante, el VIH del sida. Si la vacuna Salk contra la poliomielitis fue casi un milagro salvador en 1962, la batalla contra el VIH fue una épica guerra global contra el flagelo, contra el cual se desarrolló de todo, menos vacuna. Los nuevos virus son muy resbalosos.

Anunciado ya por agresivas fiebres aviares y porcinas, ébola y nuevos tipos de hepatitis, tuvo que llegar el Covid-19 para volvernos a todos virólogos y epidemiólogos, así como la tragedia de Ayotzinapa nos hizo forenses y los Mundiales comentaristas de medio tiempo. Lo mismo a seguidores de la ciencia que a negacionistas y religiosos que saben tanto que saben que el virus no existe, un montaje como la llegada del hombre a la Luna. Lo mismo resulta una pobre secuencia genética que una partícula invisible de la voluntad de Dios.

Hoy estamos acostumbrados a diferenciar bacterias, microplasmas, virus y hongos microscópicos. Aunque tampoco se ha cumplido un siglo de los primeros antibióticos y las sulfas, el problema ya no es conseguirlos, sino que sirvan, pues su empleo indiscriminado hizo resistentes a las bacterias. Hasta hace 100 años el mundo de los gérmenes era aterrador, a medias intuido por los racionalistas del XVII y XVIII, y, sobre todo, los ilustrados que dieron origen a la ultramodernidad que eclosinó en el siglo XX. La saga narrada en Cazadores de microbios (1926) de Paul de Kruif es de hecho piedra angular de la modernidad.

Antes, las plagas y las enfermedades resultaban muy parecidas, una se adquirían, otras no, y se enfrentaban con recursos artesanales. En la actualidad las tenemos clasificadas y descritas con elegancia, contra cada una existe una batería de opciones. Y de repente un coronavirus, parecido en mucho a las gripas de toda la vida, arrodilla a la humanidad que, humillada, se debate entre las reglas profilácticas o seguir los días como si nada, salvo un nuevo ingrediente de mortalidad algo suicida en la conciencia. Se percibe una especie de tranquilidad impaciente en las personas jóvenes, para quienes lo que queda es esperar que se depure el padrón humano y los susceptibles hayan sucumbido o sobrevivido al nanométrico enemigo. Para la mayoría habrá sido un resfriado más, quizá cabrón, pero ni siquiera el peor que les haya dado.

El virus no es un ser vivo, ni un veneno, pero sí un hecho vital. Una infección contra la que no existen aún balas mágicas (como postulaba Paul Ehrlich al rayar el siglo XX), ni vacunas, que han resultado la mejor respuesta práctica a las virosis, la más inocua. No obstante, una de las creencias firmes de la pos-pos-modernidad consiste en negarlas o verlas como amenaza. Y es que ante ciertos virus se antoja rendirse a un pensamiento mágico que se cree sentido común.

Todos odiamos la muerte. Es decir, la desaparición de personas que nos importan. Elías Canetti reiteró a lo largo de su octogenaria vida que la odiaba a muerte y le gustaría abolirla. Mientras, enterró a toda su gente

Con vehemencia paciente, en alguna parte de Sodoma y Gomorra, Marcel Proust atesta: Yo querría demostrar a los escépticos que la muerte es una enfermedad de la que se vuelve. Sí, habla el asmático que rozó con harta frecuencia la frontera del ahogo último. Pero también el metafísico que a su pesar es. Anclado en lo real físico, lo expresa con una meticulosa finura que es, eso, proustiana.

No que a los jóvenes les haga ilusión el exterminio de sus mayores, pero lo encuentran más inevitable e inminente que las generaciones anteriores. Para ellos los peligros son otros: guerra, represión, adicciones, violencia gratuita, accidentes, hambre, deterioro ambiental. Tampoco ignoran que, malgré Proust, la muerte no es una enfermedad de la que se vuelve.