Opinión
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Los modales del Covid-19
C

on el Covid-19 aprendí a lavarme las manos como se las lavan los médicos: con esa frecuencia y ese cuidado con toda la superficie de la mano y de los dedos. Ya nunca me las volveré a lavármelas como lo hacía antes, de eso estoy seguro.

A los antropólogos nos suelen interesar esta clase de detalles. Ya desde la publicación original en 1939 de El proceso civilizatorio, Norbert Elias había analizado en detalle la relación íntima que hubo entre el nacimiento del Estado moderno y el desarrollo –muchas veces bastante penoso– de los modales. Para Elias, el origen del Estado tuvo precondiciones tanto políticas como mentales; es decir, que necesitó cierto tipo de sujeto social para florecer.

Para esto, Elias hizo hincapié en la importancia política que tuvo el desarrollo de los modales, y le dedicó el primer volumen de su obra precisamente a ese tema, explorando cómo se fueron restringiendo las manifestaciones abiertas de la sexualidad, la violencia y las funciones naturales del cuerpo (echarse pedos, eructar, orinar o defecar en espacios públicos, etcétera). Este proceso de restricción a los impulsos naturales –que vino siempre apuntalado por el desarrollo de la corte– se consolidó de la mano de la vergüenza, del recato, la simulación y la pudibundez– que eran los sentimientos y actitudes necesarios para introyectar todo aquel entramado de normas sociales que Freud llamó el super-ego. Moraleja: los cambios de hábitos y prácticas de higiene corporal pueden tener también efectos sociales y políticos profundos.

Y si volvemos nuestra mirada a lo que sucede en este terreno hoy, podemos rápidamente identificar algunos puntos de interés, como son especialmente la adopción del cubrebocas, la implementación de la idea de la sana distancia, y la multiplicación de la frecuencia del lavado de manos y otros actos orientados a desinfectar superficies que han sido tocadas por otros.

Consideremos primero la cuestión del cubrebocas.

La primera vez que fui invitado a Japón, hace más de 15 años, llegué sediento de ver ese maravilloso país (que, por cierto, en nada me desilusionó). Pasé una primera noche corta, y salí de mi hotel temprano a explorar las calles de alrededor. Casi de inmediato noté que entre la mucha gente que circulaba en sus rutas al trabajo, había un número importante de personas usando mascarillas. Inicialmente creí que se trataba de pacientes con cáncer, en tratamiento de quimioterapia, que se cubrían las bocas para evitar algún contagio. Sólo que eran demasiados. Así es que le pregunté a mi anfitrión por el asunto y me explicó que las personas que tenían alguna gripe usan el tapabocas no para protegerse ellos de alguna enfermedad, sino para proteger a los demás.

El hecho me llamó mucho la atención. En Occidente esta precaución se orienta al cuidado propio, mientras en Japón hay una idea cívica respecto del contagio. Cada enfermo debía cuidar de los demás.

Se puede decir que el Covid implica una niponización de nuestra sociedad. Estamos ante la necesidad de cuidar a los demás, porque los podemos contagiar involuntariamente. Y, sin embargo, estamos acostumbrados a ver en el cubrebocas un instrumento para cuidarnos a nosotros mismos. Por eso, dejar de usarlo puede ser presentado como una señal de autosacrificio, en lugar de como un atentado al otro. Por eso, quizá, la secretaria de Gobernación se ufanó de no usarlo: ella, aseguró, está protegida. Así, la secretaria –que es una señora mayor– desea mostrar al mundo que está fuerte, y que el mundo no se preocupe por ella. Sólo que el tema civilizatorio del cubrebocas en realidad va enteramente por otro lado. La dinámica infecciosa del Covid implica que uno puede ser siempre un peligro para los demás.

Pasemos ahora otra nueva práctica: la sana distancia. La cultura mexicana es, en su matriz, una cultura católica en que, como alegó Octavio Paz hace ya 70 años, la salud pasa por la comunión antes que por la higiene. En una cultura así, la distancia en principio no parece ser una clave para la salud; lo sano es estrecharle la mano al amigo, o darle un abrazo, sentarse a comer juntos... La comunión significa evitar mostrar asco si el amigo te ofrece un trago de su vaso. Significa también comer de su mismo plato. Probar lo que te convida. Mostrarse indispuesto a ofrecer la mano o rechazar un refresco puede ser visto como afrenta, especialmente si ese rechazo es interpretado como la manifestación de alguna imaginada superioridad personal. Por esto, conseguir que se guarde la sana distancia implica que el otro entienda que quien la impone está ante todo protegiendo a los demás.

Así, los modales del Covid son formas sociales que implican una ideología de cuidado del otro. Sólo que para que esto se entienda –para que se comprenda que estos nuevos modales no son reflejo ni de egoísmo ni de superioridad moral ni de debilidad personal– se requiere un esfuerzo educativo que rebasa con mucho la danza de números y de gráficas que vemos diariamente. El Covid implica desarrollar más el proceso civilizatorio. Valdría la pena reconocerlo.