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Nosotros ya no somos los mismos

Reconocer y valorar // Demasiado es apenas suficiente // Gracias al personal de salud

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▲ Enfermeras que atienden Covid-19 toman clase de zumba en un hospital de Kenia.Foto Ap
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uele suceder con frecuencia que los lunes, a temprana hora, arriba a mi correo un mensaje cuyo remitente preserva su identidad tras un seudónimo que me resulta gracioso y llamativo: La rotunda Lulú. Seguramente se trata de una antigua amiga, pues tanto las referencias que hace de mi pasado remoto, la mención de viejas amistades y acontecimientos nada públicos, así como el tonito con el que me rebate algunas de mis opiniones y crónicas, así me lo dejan ver. Esta actitud no sólo sentenciosa, sino de abierta confrontación, me ha llevado a pensar que se trata de mi tía Cata (catalogada en el número tres de mis abuelas reciclables), pero entro en razón y recuerdo que dicha pariente hizo mutis definitivo hace ya varios años, (lo cual, como con Monsi, no es garantía plena de que no aparezca en cualquier momento a tratar de enmendar mi vida).

Leí el enjundioso correo del pasado lunes y me di cuenta de que me resultaba de gran utilidad para aclarar a la multitud las dudas sobre la propuesta formulada en la anterior columneta. Dice mi amiga anónima: “si tu intención última es que no sólo se reconozca, sino se valore y se premie el comportamiento de los cientos de ciudadanos de diversos sectores sociales que día y noche, desde hace meses (el primer fallecimiento en nuestro país a causa del coronavirus se tiene registrado el 18 de marzo), nos asombran, nos cimbran y están siendo ejemplos vivos de fraternidad y calidad humana, suscribo tu dicho. Me repele esa realidad virtual que se conoce como ‘caridad cristiana’ y de cuya única existencia sólo tenemos las coloridas páginas de las revistas rosas (rojas de vergüenza deberían de estar por la frivolidad, la vacuidad de sus costosas inserciones)”.

Mi desconocida amiga agrega: “estoy totalmente de acuerdo contigo. Pero aclárame el latinajo ex aequo, o séase el premio concedido por igual a quienes poseen méritos semejantes y que, por cierto, se ha otorgado de esta manera, en cuando menos dos ocasiones en el caso de la Medalla Belisario Domínguez, en el Ariel cinematográfico y, en muchas ocasiones, durante el Premio Nobel, aunque en ningún caso recuerdo que el conjunto de los premiados pasara de una docena. Por eso mi duda: ¿tú propones que los reconocimientos, que por razones más o menos semejantes, otorgan tanto el Senado de la República como la Cámara de Diputados (el primero anual y la segunda al final de cada legislatura, agrego yo), a mexicanos excepcionalmente destacados, sean entregados en esta ocasión por unanimidad, por voto individualizado y, además, rubricado por una estentórea aclamación, a cada uno de los ciudadanos que, de muy diversas maneras han estado, más allá de sus deberes profesionales, arriesgando su salud, su vida, enfrentando un riesgo letal frente al agresor que ni siquiera podemos plenamente identificar? ¿Qué exactamente quieres decir?

¿Nominar como recipiendarios a cada uno de los miles de mexicanos que se han distinguido en esta peligrosísima y fiera batalla, o nominar por economía procesal simplemente a los comandantes de cada uno de estos agrupamientos de mexicanos anónimos, a los que deberemos nuestra auténtica supervivencia? ¡Vaya riesgo! ¿Qué propones, en concreto?”

Pues mi querida e ignota amiga, propongo eso y mucho más. Propongo absolutamente todo, por desorbitado que a los mezquinos parezca. Como solía decir el inolvidable Puente Leiva: hay ocasiones en las que demasiado es apenas suficiente. Pues ésta es una de esas: todos los excesos son bienvenidos, con tal que el letal y degradante virus de la ingratitud y del olvido no corroa los sentimientos mexicanos. Tengo razones para la zozobra. ¿Alguien recuerda quién fue Jesús García Corona? Sí, ese joven que vivió en los albores del siglo XIX y decidió morirse con prisa a los tempranos 26 años. Murió porque quiso, porque quiso salvar a los habitantes de un pequeño pueblo, al costo de su propia vida. Por supuesto, mi emotividad puede considerarse un exceso pero, qué hay del joven de 33 años, que ya víctima de una mortal tifoidea dirigió la batalla triunfal del 5 de mayo en contra del más poderoso ejército del mundo y, cuatro meses después, murió? ¿Sabemos, al menos, que se llamaba Ignacio Zaragoza?

¿Recordamos ahora quiénes fueron los Topos de 1985 o los jóvenes voluntarios del sismo del 19 de septiembre de 2017? ¿Qué saben de ellos los niños de ese tiempo, pese a que, gracias a ellos, hayan salvado su vida y la de sus familiares? Y eso que es nuestro pasado inmediato. Olvidar cuestiones tan esenciales de la vida cercana es peor que si no la hubiéramos vivido.

Fin de este capítulo que no pretende ser más que una convocatoria, una incitación, bueno, hasta una provocación para pensar, imaginar, alucinar juntos, como decir con hechos y sentimientos razonados: ¡GRACIAS! a quienes están peleando nuestra pelea, y a quienes debemos estar agradecidos, desde ahora y para siempre.

Twitter:@ortiztejeda