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De jugadas a jugadas
A

la distancia, sé que cuando quemé el dorso de la mano a uno de mis hermanos, con una cuchara que dejé calentar en mi plato hondo de consomé hasta que estuviera hirviendo, fue una travesura. Éramos niños, ni siquiera adolescentes. Los cinco hermanos estábamos de vacaciones con papá y mamá, cenábamos en el comedor de un hotel en Oaxaca y nos comportábamos lo más conformemente posible a las indicaciones de mamá, que, ante todo, evitaba irritar a papá. A mi derecha, el mayor de los tres hombres, menores que mi hermana y yo, gritó, lo que a mí me provocó un auténtico ataque de risa, reacción que se repite, aunque admito que con el tiempo quizá con mayor moderación, cada vez que recuerdo, para mí o ante otros, incluso ahora mismo, cuando registro el hecho en estas líneas.

A mí me hizo reír, pero a papá lo disgustó o al menos lo desconcertó profundamente, tal vez porque sólo oyó el grito, sin que se hubiera dado cuenta de qué lo había provocado. Supongo que, además, porque podía esperar exabruptos ilógicos e insensatos de cualquiera de sus hijas o de dos de sus hijos, pero ciertamente no del mayor, del que nunca esperó sino la excelencia, emprendiera él lo que fuera que emprendiera, trivial o importante, casual o intencional.

Ya calmada, pretendí explicar mi acción al asegurar a mi víctima que, si me había atrevido a hacerle lo que sin aviso le acababa de hacer, no había sido sino porque yo estaba segura de que mi acción a él no lo afectaría, pues, a él, según teoricé, ya le había crecido la piel, o sea, según yo, él era inmune a todo y cualquier intento del mundo en general y del ser humano en particular de dañarlo en todo y cualquier sentido.

Si yo podía equivocarme en mi sensación de que a este hermano mío, por una u otra razón, nada lo podía dañar, no estaba equivocada al suponer que, de los cinco hermanos, y con excepción del menor, sólo él, y una vez pasada su instintiva reacción inicial, podía tomar con humor la prueba a la que yo lo había sometido, o sólo él, y con excepción del menor, al menos podía perdonarme. De ahí que honestamente yo llamé travesura a lo que le hice, aun cuando le hubiera causado dolor.

Sin embargo, no he dado con el nombre adecuado que defina con exactitud, libre de toda ambigüedad, a ciertas frases o acciones desconcertantes y tal vez incluso violentas de las que, a mi vez, yo he sido víctima, por parte de personas lo suficientemente, si bien sólo circunstancialmente, cercanas a mí como para que se sintieran con derecho de manifestármelas, por no decir, de aviesamente espetármelas.

Me refiero a cuando en una fiesta Mariquita Porfiriato, quizá la más antigua gran dama de sociedad de la época, hace medio siglo, en momentos en que yo había empezado a salir con uno de sus más queridos y más apreciados amigos de toda la vida, con una sonrisa tan amplia que los extremos de sus viejos labios se extendieron hasta sobrepasar el límite de sus mejillas y quedar suspendidos en el aire, al acercarme a ella y agacharme a saludarla con un beso, según indicaban las maneras sociales que había que hacer, en especial ante una persona tan mayor y tan distinguida como ella, entre la punta del pulgar y del índice pellizcó y jaló las pestañas de mi ojo derecho, el que le quedó más próximo durante mi educado saludo. Rió entre dientes cuando me explicó que, con su indolente acción, no había buscado sino cerciorarse de que mis pestañas, largas, rizadas y abundantes, fueran auténticas. Su acción habrá sido lo que habrá sido pero, de lo que estoy segura, es de que travesura no fue. Pero entonces, ¿cómo llamarla?

O cómo llamar el gesto que tuvo Ondulante Cantarina, prestigiosa poeta latinoamericana, integrante de la aristocracia intelectual de aquellos lejanos años, cuando la invité a conocer mi casa de recién casada y, ante mi atónito silencio, levantó la orilla posterior de la colcha de mi cama a la vez que, en voz alta, expresaba su satisfacción al confirmar que la sábana estaba bien doblada.