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Posneoliberalismo con piquete de ojo
E

n un ensayo reciente, Joseph Stiglitz no dudó en declarar que el neoliberalismo provocará literalmente el fin de la civilización. El Nobel de economía se refirió con ello a los devastadores efectos climáticos que ha provocado ese modelo capitalista global que depende del saqueo, la desposesión, la desregulación a ultranza del mercado, la mercantilización de los bienes bioculturales y, fundamentalmente, del neoextractivismo en sus múltiples manifestaciones; pero Stiglitz también señaló que la actual situación empeora debido a los demagogos que quieren que demos la espalda a la ciencia y a la tolerancia.

En teoría, ninguno de estos asertos nos deberían concernir en el ámbito mexicano, pues al presidente López Obrador (AMLO) le bastaron cuatro meses en el cargo para anunciar la abolición del neoliberalismo en México y el arribo de una nueva era, la posneoliberal, definida por el surgimiento de un Estado de bienestar igualitario y fraterno (AMLO dixit). Sin embargo, y a más de un año de su arribo al poder, las declaraciones del Presidente sobre el final de la larga y oscura noche neoliberal no se sostienen. En cambio, lo que se aprecia es una profunda falta de voluntad política para desmontar los fundamentos jurídicos del neoliberalismo que los tecnócratas nos comenzaron a imponer desde 1983. De hecho, en su último libro Hacia una economía moral, entre las páginas 81 y 88, AMLO da una lista casi completa de las reformas que durante esa larga noche neoliberal gestionaron y operaron políticamente diputados a quienes acusa de haber sido fieles servidores de los potentados y de sus jefes políticos, reformas que siguen vigentes.

Establecer las bases de un nuevo régimen posneoliberal, que por el momento sólo aparece en declaraciones políticas, pasa necesariamente por la abrogación de las múltiples reformas constitucionales y de las leyes secundarias que terminaron por dar vida a un neoliberalismo a la mexicana, profundamente corrupto, entreguista y apátrida. Pero también, las particularidades y los elementos constitutivos de ese hipotético nuevo régimen deben manifestarse con urgencia y claridad, sobre todo para que los ciudadanos comencemos a conocer cuál es el verdadero proyecto de nación, más allá de haber sido nuestro voto y nuestras luchas los factores que como país nos permitieron transitar desde una cleptocracia (hasta ahora impune por la manifiesta voluntad presidencial del punto final) hacia una honestocracia que, si bien tiene enormes beneficios, no basta para declarar el final de lo que AMLO denomina el viejo régimen.

La sacudida que el Presidente está dando a la realidad nacional es de pronóstico reservado, es como un tornado que se nutre de verdadero amor patrio y de una interpretación pueril de la historia de bronce en México, de ello no hay duda. Pero también hay amores que matan, y en el caso de AMLO no se puede vivir como Juárez en términos de honestidad política republicana y actuar como Porfirio Díaz cuando se trata de grandes inversiones, megaproyectos e imposición de nuevas y arbitrarias condiciones socioecológicas a los pueblos a través de la desposesión o la devastación de sus territorios.

Hasta ahora el discurso de la 4T se ha construido como supuesta antítesis del modelo de economía neoliberal y se acompaña de políticas públicas de verdadera justicia social (inédita lucha contra la corrupción, redistribución de recursos públicos hacia sectores vulnerables y tradicionalmente excluidos, inicio del difícil proceso hacia la salud y la educación gratuitas y universales, etcétera); sin embargo, los aspectos más destructivos y determinantes de dicho modelo neoliberal se mantienen e incluso se promueven desde el nuevo gobierno, principalmente la frenética carrera por transformar en mercancía el patrimonio biocultural de las futuras generaciones.

¿Será que AMLO no se ha planteado desandar la estructura legal del neoliberalismo porque, así como está, le es útil para sus megaproyectos estelares? La pregunta tiene sentido cuando escuchamos decir al mismo Presidente, por ejemplo, que en los casos del Corredor Transístmico y el Tren Maya se buscará que los dueños de la tierra se conviertan en socios del negocio, incluidos ejidatarios y comuneros. O cuando vemos que el proyecto del Tren Maya es la fachada de una reconfiguración del sureste mexicano con base en capital privado para la circulación de hasta 10 millones de toneladas anuales de mercancías, materias primas (minerales incluidos) y animales, además de la irrupción en la zona de 50 millones de turistas anuales para mediados de este siglo, todo con un impacto climático difícil de describir, pero con toda certidumbre desastroso.

Ambos proyectos responden plenamente al modelo neoliberal, a la combinación de neoextractivismo, megaproyectos y mercantilización del patrimonio. Nada más infame que la naturaleza turística del proyecto estratégicamente bautizado como Tren Maya. Los pueblos de la región o los migrantes ya no serán dirigidos a plantaciones de henequén como en el siglo XIX, sino a cargar palos de golf en el siglo XXI, o a responder a la demanda de empleados que el crecimiento del turismo y su infraestructura asociada necesitará. Todo ello lo tienen claro los zapatistas, gracias a lo cual el Tren Maya y el transístmico todavía no son fatalidades cortesía de lo que podríamos bautizar provisionalmente como el nuevo neoliberalismo fraternal. En este contexto, lo único cierto es que en México el posneoliberalismo llegó con moche, con piquete de ojo.

*Investigador de El Colegio de San Luis.