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Mar de historias

Volver a empezar

M

uy querida Mina:

Está a punto de terminar el año. Ya va siendo hora de que te escriba. Llevaba tiempo sin hacerlo porque no tenía novedades interesantes qué contarte. Al decirlo recuerdo que, cuando éramos niñas, nos sentíamos en la obligación de estrenar vestido el 31 de diciembre, como si eso fuera suficiente para emprender otra vida y deshacernos de lo que nos entristecía y nos robaba la infancia.

Mi madre, ¿te acuerdas?, para complacernos iba al Centro a comprar tela, casi siempre floreada: nuestro jardín de invierno. Ver los lienzos era un anticipo de la emoción causada por el próximo estreno. De vuelta en la casa, en el primer ratito libre, mamá sacaba el patrón de estraza –obsequio anual de la revista femenina infaltable–, lo extendía, con la tela empalmada, sobre la mesa de la cocina y según iba cortando nos hablaba de su niñez, de la forma en que ella y nuestro padre se habían conocido, de su primera mañana como mujer casada a los diecisiete años de edad.

Para ser franca, te confesaré que he hecho infinidad de esfuerzos por olvidar ese capítulo de su vida, pero aún no lo consigo. Lo recuerdo sin proponérmelo, digamos que me persigue. En este momento, mientras te escribo, me parece que vuelvo a escuchar a mamá. Aún la extraño y eso me duele. Necesito alejarme un poquito. Saldré al jardín. Hay bruma o al menos así me lo parece.

II

Me puse a releer lo que te dije antes y ya no sé de qué manera seguir la carta. Las cosas que quiero decirte son muchas y temo olvidarlas antes de que logre sostener la pluma. Se me dificulta porque hace mucho frío y tengo los dedos engarrotados. Es una palabra fea, pero me recuerda algo bonito: aquel juego que consistía en perseguir a alguien, atraparlo y decirle engarróteseme ahí. El personaje vencido tenía que permanecer inmóvil hasta que su captor lo autorizara a moverse.

Cuando me angustio –lo que me sucede cada día con mayor frecuencia– me escondo en algún rincón de mi cuarto y permanezco inmóvil hasta que se desvanece el motivo de mi congoja. Siempre es el mismo: miedo a perder la razón. Desconozco si la locura es hereditaria, pero no dejo de pensar que en nuestra familia hubo dos locos: el tío Justino y el primo Alberto. Murió muy joven: 42 años.

El suyo fue el primer entierro al que asistimos tú y yo, ¡vestidas de luto por órdenes de mi abuela! ¿Sabes qué me impresionó más de la ceremonia? El sonido de las paletadas de tierra al caer sobre el ataúd de madera. Esa, para mí, es la música triunfal que entona la muerte cuando se lleva a alguien. Ay, Mina, creo que jamás terminaré esta carta: Carmela, mi cuidadora, viene para tomarme la presión. No quiero que me encuentre escribiendo porque de seguro va a preguntarme para quién es.

III

A veces repito las cosas. Me doy cuenta cuando la persona que me oye mira al techo y zapatea impaciente como diciendo: Ya va a comenzar esta vieja con lo mismo de siempre. Me extrañaría haberte hablado de Carmela en mi carta anterior. Si lo hice, pues simplemente sáltate el párrafo que voy a dedicarle.

Según me ha dicho, tiene 42 años –la edad de Alberto cuando falleció. Empezó a trabajar aquí después de que una amiga, voluntaria en el asilo, la trajo para entregarles sus regalos de Navidad a los residentes. Cuando terminaron el reparto y ya se iban se le acercó una mujer y, llorando, le explicó que desde su ingreso a la institución nunca nadie había ido a visitarla. Ya ni recordaba lo bonito que se siente recibir un saludo, un abrazo y que alguien pronuncie tu nombre: la única posesión.

Cuando entré aquí me dijeron que mi cuidadora llegaría hasta la semana siguiente y que se llamaba Carmela. Por el nombre la imaginé idéntica a la Manola del calendario que teníamos en el comedor. Pasaban años y años y la Manola seguía alegre, sonriente, con su clavel en el pelo y su vestido rojo de gran escote. Una vez descubrí a José mirándola como nunca antes lo había visto mirar a nadie. Aunque aún era muy chico, pienso que nuestro hermano estaba enamorado de la Manola. Cuando se fue al seminario metí el almanaque en su maleta: fue mi regalo de despedida. Perdona: están tocando. Ya me imagino quién es. Luego te cuento.

IV

No me equivoqué: era Isidro. Como esta mañana no coincidimos en el jardín vino a ver si estaba enferma. Le dije que no, que me había quedado en mi cuarto para escribirte la carta que siempre te envío para Año Nuevo. Le dio gusto saber que tengo una hermana. Me preguntó cómo eres y no supe qué decirle, así que le mostré el único retrato tuyo que conservo.

Es de cuando cumpliste veinte años. Recuerdo muy bien que mamá y yo te escoltamos hasta el Estudio Mireles, tan cerca de la casa que nos fuimos a pie. Toda la gente en la calle se te quedaba mirando porque con el vestido de novia te veías divina. Sin necesidad de hacerle composturas te quedó como si fuera tuyo, y nadie se dio cuenta de que era el que yo había usado en mi boda con Adrián.

¿También conservas la fotografía? Es mi tesoro y, aquí, lo más personal que tengo. Está colgada frente a la ventana y el vidrio que protege el retrato se convierte en espejo. Por las mañanas la luz del Sol da a tus ojos un brillo nuevo, especial; cuando se nubla y llueve, me da la impresión de que por tu cara escurren lágrimas.

Nunca te lo dije, pero pienso que es el momento de hacerlo: siempre quise escribir acerca de cómo fue nuestra familia, cómo vivimos, cómo fue nuestra historia. Jamás me atreví a hacerlo porque no sabía cómo empezar. Acabo de saberlo: Muy querida Mina. Ya va siendo hora de que...

Ps.: ¿Por qué pienso contar, escrita, nuestra vida? Porque es la única forma de obtener lo imposible: volver a empezar.