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Orfandad
L

a muerte de una persona excepcional cuya voz era una luz que revelaba el pasado y esclarecía el presente, sabio, brillante, generoso, una auténtica conciencia moral de nuestro país, deja un sentimiento de orfandad.

Ese fue Miguel León Portilla, en cuyo ser convivía el enorme historiador, filósofo, lingüista con el hombre sencillo, afable, con gran sentido del humor, amoroso y profundamente humano.

Su obra nos permitió conocer un lado luminoso de nuestra herencia ancestral que nos dio identidad y orgullo. Nos descubrió la filosofía, religión, poesía, cantos; en pocas palabras, la cosmovisión de los antiguos mexicanos y develó la grandeza que guardaba.

Generoso y justo siempre mencionaba en sus conferencias y entrevistas a sus grandes maestros: el padre Garibay y Manuel Gamio. Aquí me voy a permitir recrear memorias familiares que en estos días tan tristes han brotado constantemente.

Miguel León Portilla era mi tío; su madre y mi abuela materna eran hermanos. Lo recuerdo de niña, un joven muy listo y agradable con quien era evidente que mi abuelo Manuel Gamio, su tío político, disfrutaba platicar. Años más tarde, cuando regresó de realizar estudios en Estados Unidos, colaboró con él en el Instituto Indigenista Interamericano, que Gamio dirigió los últimos 20 años de su vida.

Esta colaboración estrechó fuertemente los lazos afectivos que convirtieron a Miguel en su confidente, amigo y su mano derecha, una relación que evocaba la de padre e hijo. Los años finales con la salud muy mermada, Gamio depositó en el entrañable y capaz sobrino buena parte de las labores del instituto.

Muchas cosas los unían además del parentesco: talento, sentido del humor, el gusto por la buena mesa y el whiskito, pero sin duda, sobre todas las cosas, estaban valores y principios y el profundo amor por México, no sólo por su pasado, sino por las lacerantes desigualdades del presente, particularmente entre los grupos indígenas.

Miguel León Portilla heredó el profundo humanismo de Manuel Gamio, baste ver la enjundia con la que defendió las injusticias que se cometen en contra de los indígenas, poseedores del rico legado de nuestros antepasados originarios. Entre otras, luchó por el reconocimiento de los Acuerdos de San Andrés, en Chiapas.

En defensa de sus culturas, en lo que ocupan papel destacado las lenguas, propició la creación y sostenimiento de la Casa de los Escritores en Lenguas Indígenas, en el afán de mantenerlas vivas y estimular la creación actual. En muchas ocasiones ha dicho León Portilla que cuando muere una lengua, la humanidad se empobrece, porque se pierde una manera de ver el mundo. Lo mismo podemos decir de su ausencia.

Mucho se ha escrito estos días sobre su vasta obra, las traducciones de sus libros a varios idiomas, los innumerables doctorados Honoris Causa, premios y demás reconocimientos, pero un episodio poco recordado es cuando fue nombrado cronista de la Ciudad de México en 1974, sin pretenderlo, decía con gracia.

Cargo honorífico en el que duró un par de años, ya que le dificultaba su labor en la Universidad Nacional. Sin ningún apoyo presupuestal, sin embargo realizó importantes trabajos y dejó propuestas que aún son vigentes, entre otras: Realizar y difundir investigaciones sobre la historia de la ciudad teniendo presente un objetivo social en pro de la ciudadanía para que pueda comprender su realidad presente e incluso, avizorar muchos de los grandes problemas de un porvenir cercano.

Consideraba que la labor más importante de un cronista es crear una conciencia histórica en la ciudadanía, esto –decía– puede hacer que la vida en la metrópoli sea menos hostil, más grata, más humana.

Propuso la creación de un centro de investigaciones acerca de la gran metrópoli que, para entonces, mediados de la década de los años setenta, ya marchaba a pasos agigantados para convertirse en la urbe más grande del mundo.

A esta, tu Ciudad de México que tanto amabas, queridísimo Miguel, la has dejado en la orfandad. Descansa en paz.