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¿La fiesta en paz?

El arte de aguantar la embestida // Adiós a un portal cordial

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▲ A las últimas dos empresas a cargo de la Plaza México poco o nada les ha importado meter a la gente en el inmenso coso, reflejo de su falta de interés por la fiesta y por el público.Foto archivo
L

o repetiremos siempre: el poder conmina a creer, sólo falta que su desempeño logre convencer. No es antipatía gratuita hacia los poderosos, sino el cuestionamiento a una ineptitud sobrada de recursos, materiales, claro.

Antes que maldad, desde siempre el poder –dominio e influencia sobre otros– acusa ceguera frente a una realidad que no sea la suya, sordera ante los agravios que causa, poco olfato tras los destrozos que deja, escaso gusto por la grandeza de espíritu y nulo tacto con los sencillos, como llama la Biblia a los que no pertenecemos al círculo de los poderosos ni sabemos halagarlos con oportunidad y menos susurrarles al oído que lejos de ser marrulleros son brillantes en sus afanes ostentosos y torpeza reiterada.

Los poderes se atraen aunque no necesariamente se identifiquen, sobre todo si a una de las partes le falta la convicción que a la otra le sobra. La notoria debilidad, ineptitud y afán de enriquecimiento de los gobiernos prianistas favoreció que el poder privado tomara derroteros de cínica autorregulación, descarado disfraz de abusos, fraudes y engañifas contra el desarrollo, identidad y autoestima de los pueblos que pretendían gobernar. ¿Por qué la fiesta de los toros iba a escapar a tan nefasta manera de actuar?

El desbocado neoliberalismo –falso libre mercado, monopolios, hiperconsumismo, inversión extranjera indiscriminada, endeudamiento, autorregulación sin sanciones, dependencia y privatizaciones– fue instaurado con la falacia de que la administración privada es más eficiente que las burocracias y las empresas trasnacionales más confiables que los gobiernos.

Tamaña debilidad-complicidad del Estado redujo al mínimo sus obligaciones regulatorias en lo económico, social y cultural, dejando en manos de sus poderosos socios privados, nacionales y extranjeros, la capacidad de decidir el rumbo de los países, a costa de lo que fuera, con tal de conservar privilegios, aumentar ganancias y privatizar, desaparecer o debilitar empresas públicas.

Para ello, el grueso de las naciones latinoamericanas, incluido México, se plegó a las indicaciones del Consenso de Washington –otro eufemismo de imposición ideológica y económica–, aumentando su dependencia en lugar de una cooperación más equitativa e iniciando la degradación o prohibición de expresiones culturales desaprobadas por ese consenso, entre éstas la tradición taurina. ¿De qué otra manera explicar 26 años de autorregulación en la Plaza México con pobres resultados taurinos –sin toreros nacionales taquilleros y apasionantes ante la bravura–, si en ese lapso las lamentables entradas nunca han sido preocupación para tan adinerados consorcios?

Esa rica metáfora de la vida que es la tauromaquia, ese saber colocarse ante las arrancadas del azar y los arreones del destino, no sólo de acuerdo a la elusiva lógica sino a la propia lógica y a las particulares convicciones, es lo que determina la relación de los que están fuera del círculo del poder con éste, y sus personales cites para lidiarlo, según las embestidas o de acuerdo a las necesidades e intuiciones de cada lidiador. Por eso la columna pasada molestó o preocupó a más de uno, por aquello de que modestos matadores en retiro y sucesivas administraciones panistas en la Benito Juárez deciden el rumbo de la tradición taurina de México.

Entonces, mucho agradeceré al portal De sol y sombra crónicas y periodismo taurino (más o menos) independiente, se abstenga de seguir publicando esta columna, enemiga de dar coba al poder sin imaginación ni transparencia.