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Cuando los maestros se van
H

ay muertes que cuando ocurren se llevan pedazos del alma, más cuando el fin llega sin avisar, llevándose a quien menos se esperaba. Son partidas que se lamentan no sólo por la pérdida, que de por sí ya es grave, sino también porque los muertos estaban en plena producción de pensamientos frescos y se esperaba que lo siguieran haciendo para bien de todos. Es el caso de dos maestros que acaban de emprender el camino hacia otras dimensiones: Francisco Pineda Gómez y Guillermo Almeyra Casares, dos maestros a los que mucho debo en mi formación profesional. Dos personas muy distintas en varios sentidos: el primero, más cercano a los pueblos indígenas, mientras el segundo se formó en las lides partidistas y sindicales; uno abierto a las nuevas corrientes del pensamiento mientras el otro se adscribía a el trotskismo, desde donde dio sentido a sus luchas.

A Francisco Pineda me unió el zapatismo, el antiguo y el moderno. Lo conocí cuando andaba recopilando textos casi inéditos del pensamiento emanado de la rebelión de los indígenas chiapanecos agrupados en el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Cuando los tuvo terminados, se las arregló para divulgarlos en un cedé, que me invitó a presentar. Con ese motivo escribí un texto al que titulé Un espejo para fantasmas, aludiendo a que por medio de su obra se podía mirar y escuchar la palabra de los indígenas, hasta hacía poquito tiempo ignorados. Creo que el texto le gustó, porque después nos encontramos para hablar de fantasmas que no nos dejaban en paz: los zapatismos históricos, a los que él dio dimensión internacional en cuatro libros imprescindibles para entender este movimiento y su importancia para México.

Yo le hablé de que andaba en busca del zapatismo mixteco y se interesó bastante. Cuando escribí sobre los antecedentes del movimiento en la región se lo mostré y se tomó todo el tiempo para leerlo y hacer comentarios que eran de fondo. Con ese material publiqué un libro sobre el magonismo en la mixteca, en el cual corrigió muchos datos que ayudaron a formular nuevas interpretaciones. Pero no sólo eso, hizo lo que pocos historiadores hacen: me proporcionó los documentos en que sustentaba sus apreciaciones y se ofreció a realizar unos mapas que explicaran visualmente el teatro de las operaciones de aquellos revolucionarios. Me enseñó que la investigación no es de quien consigue el dato, sino de sus protagonistas, y sobre todo de los lectores, que tienen el derecho a conocerla. De él también aprendí que la solidez del argumento no tiene por qué estar alejado de la pasión que genera.

Al maestro Guillermo Almeyra lo conocí en pleno levantamiento zapatista, allá por 1995, cuando las esperanzas de encontrar caminos que nos condujeran a un mundo mejor al que entonces ya vivíamos no sólo se veían como una utopía, sino como algo palpable, real. Esa relación sembrada en charlas informales encontró tierra fértil en el posgrado en desarrollo rural de la Universidad Autónoma Metropolitana, donde tuve la fortuna de que, junto con otros investigadores, fuera mi director de tesis. Siempre lamenté que sus comentarios a mis trabajos académicos fueran muy condescendientes, alejados de la crítica devastadora, porque sabía que cuando criticaba era porque tenía razón. Alguna vez se lo dije y como respuesta me envío a leer a los clásicos, recomendándome que dejara de andarme por las ramas. Lamenté cuando por prescripción médica tuvo que marcharse a su natal Argentina, y ahora estaba por contestarle el correo con el que nos anunciaba su última batalla cuando supe que ya no era necesario.

He dicho al principio que hay muertes que cuando suceden se llevan pedazos del alma. Ahora quiero agregar que cuando son los maestros quienes parten nos dejan como perdidos en medio de una tormenta, sin una luz que nos ilumine para encontrar el camino correcto que nos ayude a salir de ella. Todas las proporciones guardadas, con ellos nos sucede lo que José Martí expresó sobre los hombres y el decoro: él afirmaba que frente a hombres sin decoro, hay otros que lo tienen en suficiencia para colmar esa carencia, y por eso con ellos va la dignidad humana. Así fueron para mí estos dos maestros que se nos han adelantado. En ellos la militancia política y los anhelos de alcanzar una patria nueva estaban indisolublemente ligados a un futuro más humano. Por eso es que su partida duele.