Opinión
Ver día anteriorViernes 26 de julio de 2019Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Hambre rompe muros
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▲ Un integrante de la recién formada Guardia Nacional vigila desde Tijuana, Baja California, la frontera entre Estados Unidos y México, justo en la sección del muro donde están inscritos los nombres de militares veteranos deportados de Estados Unidos.Foto Ap
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n muro se yergue en el espacio que tratan de derribar los migrantes; aparecen los policías. ¡Ah! nunca acaban de derribar el muro, los muros, los sicológicos, sólo queda el silbido balístico del aire que acaba con migrantes. El hambre de miles no tiene la fuerza suficiente.

Estos hidalgos quijotescos, lo mismo de otra y esta época, eran o son en su pobreza; felices –porque tenían pura la sangre de su linaje–, pan para nutrirse y casa blasonada que les prestaba abrigo en el invierno y sombra en el verano. Es decir, tenían cuanto un pobre de su alcurnia, de sus ideas y de su carácter podía apetecer en los tiempos que corrían y en ello fundaban la mayor vanidad.

La pobreza y aun la miseria no excluyen la dignidad, lo mismo ayer que hoy en la casta. Esa casta traumática que heredamos y requerimos para enfrentar nuestro idealismo mágico al pragmatismo actual propiciador de delincuencia por hambre de los más.

¿Dónde está la dignidad? Que tiene seguramente milenios de formación secreta, y no precisamente esquemas económicos con base en estadísticas. ¿Cómo se pueden encontrar los hilos que nos lleven a través de otros hilos mágicos, sean raciales, sensoriales, climáticos, educativos, sexuales, hasta su raíz? Y encontrar los significados más precisos de sus lenguajes, los rasgos, las gesticulaciones, el color, ademanes, manera de ser, y ‘‘partículas tan inasibles del proceder humano tales como la manera de andar y sentarse, usar el sombrero y máscaras” que se repiten en las afueras de las ciudades perdidas y el intento de entrada al país vecino.

El campesino mexicano o centroamericano se pone las botas del vencido –‘‘El Quijote”– y atraído y hasta cautivado por lo que dice y no dice; lo que sugiere, entresaca e ironiza, traduce caracteres y perfiles que fraternos de otras ciudades y latitudes aparecen como distintos, indescifrables. Distintos, incluso como cultura y entidad social. Con tradiciones, gustos, gastronomía y preferencias de difícil interpretación, fiestas que no entendemos, gritos inaceptables que sorprenden al margen de las condiciones sociopolíticas desfavorables.

Pero, ¿qué nos da, además, el distintivo geográfico, el saber que pasaron más frío, más hambre o más humillaciones? Porque el mexicano está imbuido de una magia que desconocemos y es intimidad, vejez, traumas no elaborados; tristeza, que no tiene que ver con el malhumor o la flojera. Magia que se define con propiedad y deja flotar sus maleficios heredados que sólo captan quienes simpatizan con él.

Todo lo cual lleva a una desconfianza que pone de manifiesto un abismo construido de abandonos, desconfianzas mutuas entre autoridades migratorias y ejecutivas de naciones en desacuerdo y el diálogo es motivo de interminables sospechas. La falta de confianza no hace más que poner de relieve el instante, los instantes trágicos en el que el sentido se destruye.

Desconfianza que habla de algo inaprensible, una ruptura que surge del interior de las palabras en que se escapa el significado al transformar la realidad en mudez. Las palabras existen al margen de lo que expresan disociadas y escindidas del significado. La desconfianza revelada en silencios, rupturas del dialogo es el sello característico de la impotencia (omnipotencia) recíproca frente al doble discurso sin legitimidad nacional.