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Desaparecidos
U

na palabra desmesuradamente aseada para la brutalidad imposible de encubrir. Una palabra limbo: quienes han desaparecido frente a los de­más, especialmente frente a sus seres queridos, o han sido asesinados o, remotamente, están en alguna parte contra su voluntad. Pero nadie lo sabe. Fueron eliminados en ácido, fueron decapitados y descuartizados, yacen en una fosa oscura y anónima… Palabra misterio escalofriante.En tanto, la sociedad se ha tornado insensible frente a la abominación.

Palabra que en realidad traza en la so­ciedad una frontera invisible entre las fa­milias asoladas por la desaparición forzosa, que nada saben de los seres queridos que han perdido, y el mundo oscuro de los perpetradores de esos crímenes y de los agentes del Estado que los han encubierto y los encubren; éstos sí que saben bien qué fue de sus propias víctimas. Es el hampa resultante de la asociación de los delincuentes armados y de los agentes del Estado que los tapan y mantienen en el anonimato.

Palabra que también oculta su propia dimensión: nadie sabe con certeza cuántos y quiénes son los desaparecidos. Más de 40 mil, dijo el subsecretario Alejandro Encinas en marzo. No hay protocolo echado a andar después de cada desaparición. No hay rastros. Las autoridades, pero mucho más aún los colectivos de las familias de los desaparecidos más incansables voluntarios, han buscado y buscan fosas anónimas donde pueda haber restos de los suyos.

La búsqueda sistemática de los perpetradores también ha desaparecido. Nadie parece saber si hay o no forma de intentarlo. Todo es erial desolado y dolor. Es el Estado desaparecido: desde que Felipe Calderón inició la guerra sin sentido contra el crimen organizado: guerra que además de las miríadas de muertos, produjo la nefanda concertación hasta ahora inexpugnable entre inmensas zonas del Estado, especialmente del Poder Judicial, las policías, el Ejército y la Armada, y el ingente mundo de los criminales armados.

El 24 de junio la señora María Isela Valdez hincada suplicó al Presidente buscar y encontrar a su hijo desaparecido hace cinco años. La escena del llanto de María Isela y el consuelo que pudo brindarle el Presidente se viralizaron, recordando a todos el horror de la desaparición forzada. En entrevista de Julio Astillero con periodistas el pasado 27 de junio, Paula Mónica Felipe refirió: “El primer caso de desaparición forzada documentada fue en mayo de 1969 en Guerrero, Epifanio Avilés Rojas campesino y alfabetizador; se han cumplido 50 años y no sabemos nada. Si se pudo ‘desaparecer’ a personas a partir de entonces, el presente de impunidad es lógico” (https://bit.ly/31XUao4). Dos casos extremos en el tiempo de una historia siniestra.

Apenas en noviembre de 2018 fue expedida la Ley General en Materia de Desaparición Forzada de Personas, Desaparición cometida por Particulares y del Sistema Nacional de Búsqueda de Personas; con esa ley se establecen los tipos penales de la desaparición forzada y se crea el señalado Sistema Nacional de Búsqueda de Personas. Está por desarrollarse la institucionalidad creada por la Ley, la formación real de los agentes capaces de empezar por instituir los protocolos indispensables para cada nueva desaparición, pero la historia de los más (o muchos más) de 40 mil desaparecidos continúa sin respuesta contundente del Estado.

Es posible que la iniciativa legal esté bien encaminada para empezar a frenar el horror cotidiano. Pero parece una respuesta débil para el tamaño de una tragedia acumulada equivalente a la de un país en guerra efectiva.

Múltiples razones reclaman una reforma profunda del Estado. La impunidad respecto a los desaparecidos es una, de una inmensa fuerza, qué duda cabe. El gobierno de Morena se ha propuesto separar los poderes económicos de los poderes políticos. También es preciso que los poderes criminales y el Estado sean separados. Ello debiera ocurrir especialmente en las instituciones de seguridad y justicia. Volver a crear una frontera efectiva entre el Estado y el hampa es una necesidad imperiosa y extrema. Ha sido evidente para investigadores y periodistas especializados la complicidad del Poder Judicial federal y de los gobiernos estatales, con el crimen organizado. Detrás de cada desaparecido está el hampa, con sus dos partes soldadas a plomo: los delincuentes armados y los agentes del Estado de esos espacios que alguna vez fueron institucionales. Con frecuencia inusitada, ambas partes colaboran a efecto de asegurar el éxito de una desaparición. Luego vendrá el amaño de los procesos judiciales (cuando rara vez existen) que mantendrán en la impunidad esos mismos crímenes de lesa humanidad.

La lucha contra la corrupción y la impunidad debe ser una lucha por la reconstrucción y reforma del Estado, nada menos. Hace mucho que el gobierno no se ocupa del Estado; es una necesidad apremiante para el futuro de México.