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El estante de lo insólito

Paul Bowles. El nómada de las ideas

Pero si un hombre no iba a ninguna parte, si la vida era otra cosa enteramente distinta, si la vida era una cuestión de existir, durante un instante largo y continuo, que era todo uno, entonces, lo mejor que podía hacer era recostarse y existir; y, ocurriera lo que ocurriera, todavía existía. Fuese lo que fuese lo que un hombre pensara, dijera o hiciera, el hecho de existir seguía en pie inalterado. ¿Y la muerte? Presentía que algún día, si lograba anticipar bastante su futuro, descubriría que la muerte tampoco cambiaba nada.

Paul Bowles. Déjala que caiga.

L

as personas nacen y el lugar donde están los convierte en propios, en nombres identificables, en matrículas numerarias, en categorización de raza, de idioma, de barrio… las personas respiran y son de tal o cual sitio. Pero algunos comprenden que el mundo es amplio, pueden explorarlo y definirse como quieren, sin tanta dureza por el color y sello del pasaporte. De esa clase fue el autor de una de las obras más importantes e imaginativas en la literatura y la música. Así fue este protagonista de gran elegancia; así de inasible en un solo punto geográfico, como la confusión indeterminada de la ubicación en el desierto, su escenario predilecto. Cuestionó los modelos, supo seguir los formalismos de lo que valía la pena (de la estructura novelística a los musicales de Broadway), y escribió una enormidad en todo lo que pudo para contar la experiencia y lo imaginario: cuento, novela, ensayo, cartas, o la autobiografía absoluta. Se llamó Paul Bowles.

La música como la propia crónica

Bowles fue un músico formado, profesional y creativo, con interés en sinfonías, óperas, música para ballets, bandas sonorosas, zarzuelas y hasta huapangos mexicanos… y lo hizo todo. Paralelo a su ritmo de escritura, mantenía el cuaderno pautado lleno de sonidos, armonías, y la conjunción que absorbía sonoridades del mundo entero. Se quedarían, como su vida y sus letras, en el continuum inquieto e inquietante de su bólido creativo imparable. Trabajó musicalizando obras para la escena con celebridades como Tennessee Williams, Salvador Dalí y Orson Welles, buscando siempre hacer lo distinto, compás tras compás, a veces enconado, como su Sonata para dos pianos, compuesta en 1945. En el fascinante documental Paul Bowles: An American in Tangier (Mohamed Ulad-Mojand, 1993), el autor declaró: “Y por supuesto… es mucho más fácil mantener la música pura, si uno no tiene que escuchar las cosas grabadas en estudios, por ejemplo, si uno no escucha música comercial. Pero, por por supuesto, en todos los países la música tradicional se vuelve comercial poco a poco, y al final… cae muerta. Es la manera del mundo”.

Lo que se piensa cuando las cosas pasan

En la prodigiosa novela Déjala que caiga, el escritor hace variadas reflexiones surgidas más de la cavilación existencial de los personajes que de la trama de acción y suspenso, con todo y un increíble robo (la base de la historia fue parte de un atraco real en África). Espaciados los tiempos de los convenios y los engaños hay unidades temporales en las que los personajes separan el rompecabezas mental frente a su destino, en el límite de la adrenalina y el éxito que rompe con la vida de los entes ordinarios de la vida diaria.

Lo que se dice es tan trascendente como la fuerza hereditaria del idioma del que surge, por lo que Bowles aprendió marroquí, francés, español… fue traductor de escritores de su adoptivo Marruecos y toda su obra incluye referencias culturales (no necesaria o exclusivamente literarias) de diferentes países. Así que su veintena de libros hablan de condiciones humanas con particularidades de entorno y condición, pero que pueden ser africanos, como el desierto; alemanes, como sus abuelos; estadunidenses, como el pasaporte; españoles, como el idioma; franceses, como el vino que se descorcha.

Hoy te digo lo que pienso

El escritor mantuvo casi como disciplina el intercambio epistolar, de inestimable compilación, en el volumen En contacto (compilación de Jeffrey Miller). Sus textos en ocasiones resultan borradores literarios o incluso pueden incluir relatos breves o ensayos sobre temas dispersos. Leer esas cartas permite ver el humor, la ironía, lo certero de su mirada. El lenguaje es siempre agradable y no tiene las variaciones que suelen encontrarse en otros personajes, cuyo estilo de mensaje puede modificarse en extremo dependiendo del destinatario. Quizá por eso el lector encuentra una voz auténtica en historias tan opuestas en su obra, porque cuentan con la dirección precisa de un estilo.

En el documental Paul Bowles: The Complete Outsider (Caherine Warnow y Regina Weinrich, 1994) se subraya la relación que tuvo con creativos de muy distinta sustancia, como los beatniks, y dice todo sobre su concepción literaria: “Es más interesante escribir sobre lo que no pasa adecuadamente en la vida. En otras palabras, de experiencias insatisfactorias. Es mucho mejor escribir sobre ellas que sobre las satisfactorias. Es muy difícil escribir sobre aquello que es siempre hermoso, placentero, bueno… no obtienes una palabra de eso. No hay fricción. No hay problema. Necesitas tener problema cuando escribes. Alguien tiene que estar en problema o nadie va a leerlo”. Más adelante agrega sobre la espontaneidad: Sin saber lo que estás escribiendo, resulta mejor.

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▲ Ilustración Manjarrez / @Flores Manjarrez

Bowles, legítimo buscador, nunca se refocila en las bellezas de su peregrinaje. Para él, las postales son encuentros y desencuentros, las escenas de una historia en desarrollo, no la belleza que se enmarca para el turista común. Marcaba la diferencia entre ser turista y viajero. El primero tiene agenda puntual y boletos de regreso; el segundo se asienta, conoce, pregunta, toma su tiempo, puede vivir un tiempo indeterminado en un nuevo sitio. Es un tema recurrente de sus textos, particularmente de sus memorias. Busca que cada sitio lo sorprenda.

Mucho antes de que los centros comerciales uniformaran los gustos e intereses de consumo, Bowles ya hablaba de la pérdida de la sorpresa, de cómo la modernidad empacaba por igual la música que el cine como para que lo distinto sea importante.

El cielo protector

Su obra más popular es El cielo protector, novela que habla de una pareja en el desierto imposibilitada de mimetizarse con un paisaje ajeno, incapaces de penetrarse espiritualmente, impotentes ante las enfermedades ajenas de su tierra, cubiertos siempre por el manto sobrecogedor del desierto, abrasivo y cegador, casi paralizante, con un ánimo de esfuerzos sombríos que es oscuro, contrario a la luminosidad que los cubre. Esa contradicción se convirtió en filtros azules y ámbar para la cámara del cinefotógrafo Vittorio Storaro mientras dirigía Bernardo Bertolucci la versión fílmica de 1990, en la que el propio Bowles prestó la voz narradora y con aparación especial en el epílogo. Debra Winger (Kit) y John Malkovich (Port) hicieron las caminatas del ensueño y las confrontaciones del amor donde el paisaje es espejismo del sentimiento. Cuando Port enferma gravemente, la narración habla de lo que ella siente: Si por lo menos pudiera renunciar, aflojarse, vivir con el conocimiento indiscutible de que no había esperanza. Pero no había jamás ni conocimiento ni certeza; el tiempo por venir tenía siempre más de una dirección posible. No se podía siquiera renunciar a la esperanza. El viento soplaría, la arena se depositaría y de alguna manera, aun imprevisible, el tiempo produciría un cambio que no podía ser sino aterrador, porque no sería la continuación del presente.

La novela es de gran belleza y propone el reto contrario a la perfecta historia de amor. Es una narración distinta, con su propia música interna. Quizá le va la reflexión que puso en la carta enviada a la compositora australiana Peggy Glanville-Hicks, fechada el 16 de enero de 1948: “Escribir música es, desde luego, una comunión con lo desconocido, nada más. Pero entonces uno siente la necesidad de que la oigan otras personas, lo cual es un absurdo. Y todo lo que sigue, una vez admitido el segundo paso, también es un absurdo. Mientras escribir palabras es un sincero desafío a las otras mentes, escribir música es una experiencia puramente personal, mística y hermética. Aunque no por ello menos valiosa para quien la escribe…”.

Tánger. El desierto móvil

Enamorado del cielo del Sahara, Bowles tenía en Tánger un escenario personal. Frente a la vastedad del desierto y la procacidad de formas y la combinación del lenguaje exprimido de varios idiomas, pensaba que la mezcla de los inmigrantes tenía una naturaleza más humana que la del aire cosmopolita de su terruño en Nueva York, lugar al que llamaba La Jaula (de ese concepto proviene el título del buen documental Paul Bowles: The Cage is Always Open; Daniel Young, 2012). Apenas se envolvía por la civilización organizada, el gigantismo de los rascacielos, las avenidas espaciosas, cómodas banquetas y drenajes funcionado con eficiencia, quería volver al bullicio informe de Marruecos, con otro tipo de riqueza cultural y estética. A su colega Henry Miller le escribió (carta del 7 de septiembre de 1979): Uno puede poner el metrónomo de la propia vida al ritmo que le parece conveniente para vivir. En Estados Unidos, el constante recordatorio de que pasa el tiempo, de que hay que apresurarse, quita todo el sabor del ser en medio de la vida.

Tánger pretendía ser, como México (donde vivió cuatro años), Guatemala, Puerto Rico, Cuba o El Salvador, un nuevo destino de fuga temporal y conocimiento. Tánger atrapó al nómada, así que Bowles caló la pipa y los ropajes para oponerse a las quemaduras del sol y convertirse en una figura del Tánger inmemorial como aire propio. En sus memorias expresó: En defensa de esta ciudad, puedo decir que, hasta el momento, los aspectos negativos de la civilización contemporánea la han afectado menos que a la mayoría de ciudades de su tamaño. Y más importante aún, saboreo la idea de que por la noche, mientras duermo, la hechicería horada sus túneles invisibles en todas direcciones, desde miles de remitentes a miles de receptores desprevenidos. Se hacen conjuros, el veneno sigue su curso; las almas son despojadas de la seudoconciencia parasitaria que acecha en los desprotegidos rincones de la mente. El Museo de Bowles está en Tánger, donde seguro flotan sus ideas, movidas siempre por el oleaje siseante del desierto.