Editorial
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EU: la bancarrota de la justicia
E

l jefe del Departamento de Justicia de Estados Unidos, William Barr, presentó ayer la versión pública del informe especial acerca de la supuesta colusión del presidente Donald Trump y su círculo cercano con agentes rusos para inclinar a su favor las elecciones presidenciales de 2016, en las cuales el magnate se impuso a la candidata demócrata, Hillary Clinton.

El documento, entregado el pasado 22 de marzo por el fiscal especial Robert Mueller, consta de dos partes: la primera analiza la supuesta injerencia rusa y la posible colusión de Trump, mientras la segunda da cuenta de los múltiples intentos del mandatario por descarrilar la investigación de la trama rusa.

La presentación y las conclusiones de Barr suponen una sonora victoria política para Trump, pues no sólo le exoneran del primer cuerpo de presuntos ilícitos debido a falta de pruebas –lo cual coincide con el informe de Mueller–, sino que, además, en lo que es una retorcida interpretación de la segunda parte del documento, el fiscal general anunció que no procederá contra el presidente por obstrucción de la justicia, pese al cúmulo de señalamientos de que al menos en 10 ocasiones Trump presionó y amenazó a distintos funcionarios para impedir que las indagatorias siguieran su curso legal. La comparecencia de Barr ante la prensa, en un día en que el Congreso se encuentra cerrado y programada hora y media antes de que el documento se hiciera público, supondría una vergüenza y un escándalo mayúsculo para cualquier Estado democrático, pero resulta de especial preocupación porque revela el nivel de podredumbre moral imperante en la potencia que se arroga el papel de intervenir en cualquier nación que, a juicio de su clase gobernante, se desvíe de la democracia representativa liberal.

El fiscal general se encuentra notoriamente descalificado para tratar el caso debido a su abierto partidismo: veterano servidor público y figura prominente en el mundo corporativo hasta su retiro en 2008, Barr llegó a su actual cargo por una polémica designación de Trump tras publicar un informe en el cual descalificaba el trabajo del fiscal especial Mueller y sostenía que acusar al magnate de obstrucción de la justicia se basa en una lectura legalmente insostenible de la ley.

En segundo término, la intención de desestimar los gravísimos episodios en que el inquilino de la Casa Blanca abusó de su poder para impedir la acción de la justicia –como hizo al destituir al ex director de la FBI James Comey por negarse a frenar las pesquisas– da cuenta del grado de descomposición institucional alcanzado en Washington, uno de cuyos aspectos más nefastos es la normalización de toda suerte de atropellos cometidos por los miembros de la clase gobernante.

Por presentar un punto de contraste, cabe recordar que hace dos décadas el demócrata William Clinton estuvo muy cerca de ser destituido por un caso en el que no se perseguía ningún ilícito, pero en el curso del cual habría mentido a las autoridades, mientras hoy Trump se mantiene con firmeza en el cargo pese a que sus mentiras, plenamente documentadas, constituyen sólo la punta de una serie de tropelías.

Frente a este gravísimo deterioro de las instancias estadunidenses de procuración de justicia se encuentran justificadas las reservas mundiales ante un aparato judicial que no parece guardar relación alguna con su propósito manifiesto.

Lo anterior viene a cuento en momentos en que el informador Julian Assange lucha para evitar su extradición a Estados Unidos tras ser detenido por las autoridades británicas, que es también una batalla por preservar la libertad de expresión de la cacería emprendida por un sistema que persigue de manera implacable a inocentes al tiempo que absuelve a individuos a quienes todo señala como responsables de serios crímenes.