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Lucien Évariste*
 
Periódico La Jornada
Sábado 24 de noviembre de 2018, p. 4

–Mi padre tenía en la cara una gran mancha rojo vino en medio de la cual nadaba su ojito frío como el de un tiburón. Tengo la impresión de que siempre vestía de negro, pues todo su ser evocaba para mí la muerte. En realidad, seguro usaba trajes de tela blanca tiesa que los cuidados de nuestras innumerables sirvientas almidonaban. Todas las tardes, mi madre nos hacía arrodillarnos a mi hermano y a mí al pie de su cama en el gran cuarto enlosado de rojo y, los ojos fijos sobre el crucifijo, nos hacía rezar por él. Sabíamos que una maldición pesaba sobre la familia.

En este punto del discurso, Moïse miró a Lucien con aire de decir:

–¿Se le zafó el coco, eh? ¿Se le zafó el coco?

Mientras que Lucien, que bien o mal había recobrado el ánimo, se mofaba:

–¡Una maldición! Hablas como negro de campo.

–¡Una maldición, te digo! Que se traducía en muertes súbitas, brutales, inexplicadas, siempre a la misma edad, la cincuentena. Mi abuelo se volcó de un caballo regresando de una partida de cartas en la que había hecho trampa como de costumbre. Mi bisabuelo murió tras una noche en la que ni siquiera le había hecho el amor a su amante favorita, Luciana. Mi tataratataratatarabuelo, al día siguiente de sus segundas nupcias, se ahogóen los pantanos de Louisiana donde se había refugiado huyendo de Guadalupe…

Lucien se sobresaltó:

–¿De Guadalupe? ¿Qué me estás queriendo decir ahora?

–Ah, y todavía no te he dicho todo. Hay papeles que prueban que todo parte de aquí.

–¿De aquí?

–¿Has oído hablar de una Habitación Saint-Calvaire?

–¿Saint-Calvaire? Yo no soy historiador. Pregúntale a Émile Étienne.

Este primer encuentro terminó con una borrachera monumental, a tal punto que Lucien, en el camino de regreso a Petit Bourg, había estado a punto de caerse en el río Moustique.

Dos días después, al encontrarse a Émile Étienne en plena calle Frébault en La Pointe, le preguntó. Pero Émile Étienne había alzado los hombros y tildado de ‘‘collonadas” sin fundamento histórico los asuntos de Francis Sancher.

Carcomido por la curiosidad, Lucien había regresado a ver a Francis Sancher para tratar de armar pedazo a pedazo el rompecabezas que formaba su vida:

–¿Entonces fuiste médico militar?

–Si quieres. ¿Sabes cuándo empezaron a desconfiar de mí? Cuando empecé a apiadarme de los portugueses. Al principio, para mí también eran sólo una bola de canallas que habían desangrado el país y se merecían lo que les sucedía. Y luego, en un cuarto del hotel Tivoli, junto al mío, Doña María muere de cáncer. Con el pretexto de que ya estaba condenada de todas formas, su marido había arrasado con todas sus joyas, colgante y tocados, y se había trepado al primer avión hacia Lisboa. En los muy raros momentos en que ella no sufría como un animal, me deslizaba hasta su cabecera y le leía su novela favorita, Los hermanos Karámazov: ‘‘Es necesario que un hombre se esconda para que se le pueda amar”.

¿Qué hacer con todas esas anécdotas sin pies ni cabeza?, se preguntaba Lucien, ¿qué hacer con ellas?

No resolvía el problema. Pero a fuerza de vaciar seco tras seco con Francis Sancher, se ponía tales borracheras que Margarita echaba pestes al recibir su aliento en plena cara.

Pronto empezó a circular información venida de otra fuente, a saber, de Sylvanie, la mujer de Émile Étienne, quien repetía o deformaba las palabras de su marido. Según esto, Francis Sancher se tomaba por el descendiente de un beké maldecido por sus esclavos que había regresado a errar en los lares de sus crímenes pasados. Si bien tales historias dejaban escépticos a los intelectuales, las almas populares se deleitaban con ellas y todo el mundo espiaba a Francis Sancher cuando iba a reponer sus provisiones de ron al pueblo, y en verdad le veían la cara bastante maldita. Las mujeres escondían su debilidad por ese acomat-boucan de hombre, tan alto, tan recto bajo su ramaje plateado. Pero los hombres no lo soportaban y le decían de todo:

–¡Es ése! ¡Es ése mismo! ¡El mismo! Antes de venir a encallar por aquí cuerpo y bienes, dejó su carga de suciedades por el mundo. Y su padre antes que él.

Cuando Margarita, cabeza contra la almohada, le contaba a Lucien esos cuchicheos, él se enfurecía.

–¿Cómo puedes repetir semejantes tonterías?

Pues conforme pasaba el tiempo y las semanas se añadían a las semanas, Lucien fue olvidando las meras razones ideológicas de su interés inicial por Francis Sancher y sencillamente le fue tomando afecto. Era el hermano mayor y el padre joven que no había tenido, burlón y tierno, cínico y soñador. Tras la supuesta violación de Mira y la seducción de Vilma, Francis Sancher no tuvo defensor más celoso que él:

–En este país, la vida sexual de cualquier hombre es un cenagal en el que no conviene meter el pie. ¿Por qué pretenden desecar precisamente éste?

Y recordarle a cada quien las hijas preñadas, las vírgenes desfloradas, los niños sin padre reconocido que había sembrado al viento.

Las relaciones entre Lucien y Francis Sancher no fueron del gusto de todo mundo. Los patriotas que vivían en la región encontraron la forma de ofuscarse y de quejarse. Resulta que el columnista de Radyo Kon Lambi, en lugar de predicar con el ejemplo, frecuenta a un personaje dudoso. Pues, al sumar dos más dos, podía tenerse una idea veraz de la turbia biografía de Francis Sancher. En consecuencia, se convocó a Lucien a un verdadero tribunal y fue invitado a explicarse, cosa que hizo:

–Messié, kouté. Mucho tiempo yo también creí que se debía comer patriota, beber patriota, besar patriota. Dividí al mundo en dos: nosotros y los canallas. Hoy me doy cuenta de que es un error. Error. Hay más humanidad y riqueza en ese hombre que en todos nuestros hacedores de discursos en créole.

Después de eso, que no gustó, el programa ‘‘Moun an tan lontan” fue interrumpido, pero a Lucien le importó poco, suspendido como estaba casi cada tarde de los labios de Francis Sancher:

–La tierra estaba seca, blanca bajo la luna. Sabíamos que la muerte podía venir de cualquier parte y la esperábamos, fatalistas. Yo, ojos cerrados, me hacía mi propia película y repasaba la cara de una mujer que conocí un día de fiestas carnestolendas en Sinaloa.

–¿Una mujer? Pensaba que no te gustaban las mujeres.

–Te he dicho que no me fío de ellas, no es lo mismo. He ensartado más mujeres de las que tú podrías en toda tu vida, ni aunque llegaras a los ciento siete años. ¿Sabes cuál es mi recuerdo más bello? Habíamos reconquistado un pueblo. Devastados de cansancio, entré a una concesión que creía desierta. Una chica, casi una niña, los senos apenas le repuntaban, estaba hecha ovillo sobre una estera. Al verme, lanzó un grito de terror. Aún siento en la nariz el olor de su sangre virgen.

Cartesiano, Lucien interrogó:

–¿Dónde pasó eso? ¿Cuando estabas en Angola?

Pero Francis Sancher ya estaba lejos y no respondió.

* Fragmento del capítulo ‘‘Lucien Évariste, de la novela La travesía del manglar, de Maryse Condé; traducción al español de Ana Inés Fernández Ayala, que prepara la editorial mexicana independiente Elefanta