Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 5 de julio de 2015 Num: 1061

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Dos ficciones
Marco Antonio Campos

Tríptico de la infamia,
una coreografía
de sombras

Juan Manuel Roca

Irlanda, tierra de
santos y de sabios

Ánxela Romero-Astvaldsson

Los paisajes emocionales
de Gunther Gerzso

Germaine Gómez Haro

HAMBRE (una lectura
de la poesía de
Eduardo Lizalde)

María Baranda

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Ricardo Guzmán Wolffer
Cinexcusas
Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 

Francisco Torres Córdova
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Su muchacho

El plato se desliza de sus manos y cae en el fondo de la tarja pero no se rompe. Ella lo mira sorprendida. El golpe no sonó en el aire. Bajo el débil chorro de agua, se crispan un momento los dedos y luego se cierran en dos puños jabonosos y morenos. Inclina un poco la cabeza. La garganta siempre seca, los brazos doloridos de insomnio y de trabajo, en los oídos un zumbido de huesos y palabras rotas. El día que iba asido a lo poco que le queda de rutina de pronto se detiene y arde en la piel desde la frente hasta el compás de los talones un manto de calor que la envuelve y la reduce, una punzada de frío que la cruza y la deja temblorosa y abatida. Está sola en la cocina y el mundo afuera está en lo suyo, lejos, erguido en otra parte, absorto en el cauce de su sed y de sus hambres, su recóndito mandato de molécula y mirada, carne y aliento en cada uno con la urgencia de sus cosas. Levanta la cabeza. El plato debió romperse, hacerse añicos y tajar el aire quieto, soplar el viento que desatara un grito en su silencio. Está en el fregadero, el delantal mojado en el vientre y las manos resbalosas, con un dolor ubicuo que la plasma desde adentro y nada tiene de divino, que la pule y envejece con su furia. Hace nueve meses, que son nueve años y también de golpe nueve siglos que son los nueve últimos segundos de nueve veces el fondo de una sola noche del infierno, que no cesa en la plaza el martilleo de la lluvia, que no basta la blancura de la cal sobre la sangre. Cierra la llave del fregadero, se seca las manos con el delantal y sale al patio. Da unos pasos. Se vuelve a secar las manos. Su muchacho, que no es uno sino seis, que son antes y después cuarenta y tres que ya son una muchedumbre, se le figura en todas partes y ella nunca está en alguna que lo alcance, nunca termina de quedarse su perfil en el recodo de un camino, nada lo retiene y todo a sus ojos lo contiene. Y va y pregunta y busca, dice su nombre de familia, sus hábitos y modos, presenta sus papeles oficiales, sus números y sellos y huellas digitales y muestras de cabello; señala el lunar en la mejilla, dibuja la cicatriz en el tobillo, esgrime las boletas de la escuela, y cada vez en el pecho sudoroso a quemarropa le retumban una vieja indiferencia apenas simulada, un tinglado de absurdos y versiones que sitian la razón y a ella no le dan razón de causa o paradero. Se curvan los muros del patio bajo el peso minucioso del vacío. El plato debió romperse, insiste, hacer su ruido fresco de traste viejo en el aire que atenaza las sienes de los días, dejar sus trizas destellando en el arraigo de las sombras desde entonces, cortar con sus pedazos y filos diminutos el grueso telón que tiende la violencia en todas las ventanas, para que volviera a casa en ese instante el contorno rutinario de las horas, las sábanas tendidas en el patio al mediodía, el rumor de voces y el calor de los rincones al caer la tarde, el día de nuevo día, la noche sólo noche, la mesa de palo en la cocina, los libros, su muchacho.