Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 1 de febrero de 2015 Num: 1039

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Volcanes grises en el
Museo León Trotsky

Verónica Volkow

Una semblanza
de Silvio Zavala

Enrique Florescano

El brindis del proemio
Orlando Ortiz

Los últimos surrealistas
Lauri García Dueñas entrevista con Ludwing Zeller y Susana Wald

Juan Goytisolo
a la intemperie

Adolfo Castañón

Juan Goytisolo:
literatura nómada
a contracorriente

Xabier F. Coronado

El eterno retorno
del sol

Norma Ávila Jiménez

Un cuaderno de 1944
Takis Sinópoulos

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 


Collage: st0rm65

Orlando Ortiz

En torno de una mesa de café, regocijadamente echaban desmadre seis jóvenes amigos. Platicaban de todo y nada, o en su defecto, de nada y todo, sazonando la charla con comentarios anodinos y pueriles.

–Habría que buscar otro café –comentó uno de los seis.

–¿Por qué –cuestionó otro.

–No me gusta cómo preparan aquí el capuchino –replicó el primero–. La espuma está cremosa, pero espuma y canela aplastan el gusto del café, y a mí me gusta que el capuchino sepa a café, no sólo a capuchino.

–Ahora que lo dices –intervino uno más–, no es mala idea. Hay que buscar un sitio donde tengan café colombiano.

–Me gusta más el de Brasil. Pero preparado en prensa francesa.

–Yo me conformo con uno tipo americano, pero bien hecho y que no esté quemado.

Siguieron hablando, abundando sobre el tema. A veces sus palabras giraban en torno a la variedad del grano, la altura de los cultivos, dónde creían haber visto un changarrito adecuado para sus reuniones, el tostado del café, el modo de prepararlo aquí y en otros lugares (por lo mismo, los usos y costumbres de tales sitios), los mitos, leyendas y anécdotas que circulan al respecto.

Únicamente Arturo permanecía callado. Se percataron de ello sus amigos, se volvieron a verlo y sin necesidad de decirlo la pregunta de todos fue: ¿Y a ti qué café te gusta? Pensaron que les respondería algo sofisticado o extravagante, por ejemplo el Blue Mountain, de Jamaica, o mejor todavía, el Kopi Luwak, y que soltaría una perorata de cuanto se dice de ese grano carísimo, que llega a costar 900 euros el kilo, aunque su sabor debe ser muy especial, porque lo recogen en los excrementos de la civeta, un animalejo de ignotas tierras. O tal vez no llegara a tanto pero sí a decir café turco –preparado en esa ollita de cobre tan característica–, cubano o algo parecido, pero no. Su respuesta fue:

–Expresso... dulce.

El corrillo intercambió miradas. Arturo siempre había sido el más singular, tal vez hasta original de todo el grupo, y ahora salía con algo tan ordinario.

–¿Dijiste expresso? –cuestionó, incrédulo, uno de los amigos.

–Dije expresso dulce –fue la respuesta.

–¿Y cual es la diferencia? –insistió otro de la camarilla–. En todos los cafés tienes azúcar para que le pongas la que se te antoje. Además tú ni siquiera tomas azúcar porque eres diabético.

–No me refería a eso.

–¿Entonces? –fue la pregunta de todos al mismo tiempo.

Arturo respiró hondo, luego sonrió y dijo:

–Me refiero al que tomo cuando estoy con mi novia. Vamos a una cafetería donde el expresso lo preparan con una máquina adecuada, es decir, con la presión y calor que se requiere para ello. Ambos pedimos expresso doble y cuando nos lo traen, nos cercioramos de que en la superficie esté esa maravillosa natita cremosa de color café oscuro –hizo una pausa y tomó un poco de agua–. Le damos un sorbito y luego esperamos unos minutos, pocos, y apuramos nuestros expressos. Ella debe tener cuidado al hacerlo, para que la espuma cremosa quede en sus labios. Entonces... cosecho en esos labios tiernos y carnosos un expresso dulce, muy dulce...

Quedaron mudos.

–...y esa dulzura es únicamente el proemio.

Ya nadie dijo nada. En seguida, uno a uno le hicieron un ademán al mesero solicitando su cuenta.