Editorial
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EU: agresión y dispendio
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e acuerdo con un estudio elaborado por el Congreso de Estados Unidos, hasta el año en curso el gobierno de ese país ha gastado 1.6 billones (millones de millones) de dólares en las guerras que emprendió tras los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. De esa suma, 51 por ciento –unos 815 mil millones– fueron usados en la invasión, destrucción y ocupación de Irak, en tanto 43 por ciento se emplearon en la agresión contra Afganistán, iniciada dos años antes y que prosigue a la fecha. El resto se destinó a mejorar la seguridad de las bases militares en diversas partes del mundo, y a acciones relacionadas con el terrorismo en otros países.

El cálculo referido es por demás conservador. La Universidad de Boston estimó recientemente que el costo de las incursiones contra Afganistán e Irak, más la presencia militar estadunidense en Pakistán, asciende a 4.4 billones de dólares, y en una nota editorial del pasado 19 de marzo The New York Times calculó en más de dos billones de dólares el costo de la guerra de Irak y de la posterior reconstrucción. Pero incluso si se da por buena la suma del Congreso, resulta claro que las aventuras bélicas representan un gasto desmesurado. Por principio de cuentas, si los mencionados 1.6 billones de dólares hubiesen sido invertidos en la solución de problemas ambientales, sanitarios, alimentarios o educativos, el planeta habría podido superar el hambre y epidemias como el sida y el ébola, o bien resolver la pobreza en todas las naciones, incluida la que padecen más de 45 millones de estadunidenses. El dinero fue usado, en cambio, para producir cientos de miles de muertes, un sufrimiento humano incalculable y una destrucción material masiva que las naciones víctimas aún no han logrado superar.

Por otra parte, y a juzgar por resultados, la inversión en las invasiones de Afganistán e Irak, en el contexto de la guerra contra el terrorismo lanzada por Bush y continuada por su sucesor en la presidencia, son un completo dispendio si se considera que, a más de 13 años de los atentados de Al Qaeda contra las Torres Gemelas y el Pentágono, las amenazas contra la seguridad estadunidense no sólo no han disminuido, sino que se han fortalecido. Si bien la organización que comandaba Osama Bin Laden parece haberse debilitado severamente, hoy en día se desarrolla un integrismo islámico armado mucho más poderoso y violento que ha sentado sus reales en extensos territorios de Irak y Siria, y los atentados terroristas son una constante en Afganistán e Irak y otras naciones de Medio Oriente, Asia central y diversos países de África. Para colmo, la obsesión de la Casa Blanca contra el terrorismo ha dado lugar a un severo recorte de libertades individuales y a un grave deterioro de los derechos humanos en casi todos los continentes, así como a una manifiesta paranoia policial y a una sobrevigilancia masiva de los ciudadanos por parte de entidades gubernamentales.

Por último, buena parte del astronómico gasto mencionado ha alimentado el endeudamiento y la corrupción oficial en los dos países invadidos y también, desde luego, en Estados Unidos. La deuda pública de la superpotencia pasó de 6 a 16 billones de dólares en 10 años y, según una nota del Financial Times del 18 de marzo del año pasado, contratistas privados estadunidenses habían recibido unos 138 mil millones de dólares por servicios diversos en Irak. La mayor parte de tales contratistas, cabe recordar, formaban parte del círculo de Dick Cheney, vicepresidente en las administraciones de Bush hijo, y mucho de ese dinero fue gastado en forma fraudulenta, según se ha señalado en numerosos reportes.

Por desgracia, a la luz de los presupuestos militares posteriores a 2008, y a pesar de sus promesas de campaña de ese año, el gobierno de Obama no ha podido o no ha querido variar el belicismo tradicional de Washington ni derivar las sumas astronómicas gastadas en medios y aventuras de destrucción y muerte a causas pacíficas y constructivas, y su responsabilidad política e histórica por ello es ineludible.