Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 28 de diciembre de 2014 Num: 1034

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Dos poemas inéditos
Nuno Júdice

La traducción poética
y Nuno Júdice

Blanca Luz Pulido

Una forma de atención
António Carlos Cortez

Nuno Júdice: un siglo
de poesía portuguesa

Luis María Marina

Notas sobre la poesía
de Nuno Júdice

Jenaro Talens

Ser la noche y el día
Luis García Montero

Leer

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La Jornada Semanal

 

Luis María Marina

Ilustración de Víctor Garrido

Cuando, bien avanzado el siglo pasado, Nuno Júdice entregó Voyage dans un siècle de littérature portugaise (edición francesa de 1993; primera edición en portugués de 1997), la consagración universal del genio de Fernando Pessoa ya había otorgado carta de naturaleza a lo que hasta unas pocas décadas antes era apenas intuición de unos pocos iniciados: el século de ouro de la literatura lusa y, en particular, de su poesía (que se inicia con la promoción de 1870, alcanza su punto álgido en la de Orpheu y se prolonga hasta la de 1970, cuya figura más destacada es justamente Nuno Júdice) acrece, por derecho propio, a la mejor tradición de la literatura de Occidente en el siglo pasado. Y es que pocas de las grandes lenguas europeas pueden hacer gala de una escuela poética, pues en la poesía nos centraremos, en la que, junto a Pessoa, se alinean figuras de la talla de Jorge de Sena, Eugénio de Andrade, Sophia de Mello Breyner Andresen, António Ramos Rosa, Herberto Helder o el propio Nuno Júdice, por citar sólo a las cumbres más altas –y dejando conscientemente de lado a las que esa misma lengua ha dado en otras partes del planeta. Una tradición que, además, se separa de otras en su continuidad a lo largo de todo el siglo, como agudamente vio Eugenio Montejo: “Siempre he creído que la escuela poética portuguesa ha sido de una continuidad invariable, por oposición a la de nuestra lengua, que unas veces anda por las cumbres y otras se vuelve subterránea.”

Uno de los síntomas más notorios de la llegada de la modernidad a la poesía portuguesa en el siglo XX o, por darle la vuelta al argumento, de lo mucho que el Modernismo debe a la poesía lusa del XX, es la aparición de la figura del poeta-crítico, ni más ni menos que aquel poeta capaz de situar su obra en una tradición literaria (y de pensamiento) que así pasa a ser suya, y que así él mismo contribuye a actualizar y, hasta cierto punto, a crear –tarea que es justamente la que Júdice acomete en ese voyage por los caminos de su tradición. Caminos que, una vez desbrozados, se revelan transitables en ambos sentidos. Y si por un lado los contornos de esa figura del poeta-crítico han quedado delimitados conceptualmente para el canon de Occidente por T. S. Eliot en diversos ensayos, en particular Use of Poetry and Use of Criticism, y en esos perfiles encajan a la perfección algunos de los grandes del XX portugués (desde Jorge de Sena hasta el propio Júdice pasando por António Ramos Rosa o Gastão Cruz), por el otro, no debe desdeñarse una obviedad en la que no se insiste lo suficiente: quizás el más conspicuo y, sin duda, el más original de los poetas-críticos del XX sea Fernando Pessoa. Original, porque lo que en Eliot es intelección aplicada a la poesía (dos mundos al fin y al cabo, cada uno con sus propias reglas; tan así que el con frecuencia hiriente Juan Ramón Jiménez vio al autor de The Waste Land como “poeta frustrado por su crítico”), en él es pensamiento en acción, palabra revelada, una encrucijada indisoluble. Pocos poetas del siglo pasado han sido tan conscientes de su lugar en su tradición, del lugar de su tradición en la tradición de Occidente. Y ninguno como Pessoa ha conseguido hacerlo evidente sin necesidad de acudir a las herramientas tradicionales de la crítica: el conjunto de su pensamiento poético (uno de los más complejos nunca intentados, y no sólo por la heteronimia; todavía vivimos en gran medida bajo el influjo de su investigación acerca de la sinceridad de la palabra poética) no se halla fuera de su poesía, es la propia intuición poética la que se piensa mientras se hace, la que existe porque se piensa. Una tautología tan evidente como la del propio genio, y que sustenta todo lo demás.

Sentados los cimientos, otros vendrán para acabar de levantar la casa. Los trabajos seminales de Jorge de Sena en los cuarenta y cincuenta (destacando sus estudios sobre la modernidad de Camões y sobre Pessoa como el “anti-Camões”) darán paso, a finales de esta última década, a los de António Ramos Rosa, empeñado en abrir los horizontes de su poesía para enriquecerla con los vientos de otras tradiciones y de otras modernidades, en particular las francesas; y sirviendo también de eslabón que enlazará con los poetas-críticos de una nueva generación, en la que descuellan Gastão Cruz, Ruy Belo y, en última instancia, Nuno Júdice. Desde la perspectiva de su privilegiado mirador –el de la consciencia de sí misma que las letras lusas han desarrollado en este siglo–, Júdice reconstruye las etapas de un viaje de final conocido, pero no por ello menos apasionante. Un viaje que, paradójicamente, arranca de las simas del nadir de la nación portuguesa y se agota al tiempo que ésta cumple su quiliasmo secular: el ingreso en Europa. Entre uno y otro jalón histórico, entre 1870 y 1970, Júdice revisita los “momentos estelares” de la literatura portuguesa: el impulso fundador de los Vencidos da vida, que fijan los extremos de la tonalidad que sonará durante todo el siglo: de la epopeya (Eça de Queirós, pues epopeya son Os Maia, pese a su genial ironía y su profunda descreencia) a la melancolía (Antero de Quental); el simbolismo y otros “ismos” finiseculares (con las figuras centrales de António Nobre y Cesário Verde, entre cuyas advocaciones –el vate clásico aquel; el poeta citadino este– se reparten las vocaciones poéticas del siglo); la irrupción revolucionaria y problemática de la modernidad con Orpheu; la “contrarrevolución” de la revista Presença (tutelada por las figuras de José Régio y Miguel Torga) que, pese a su carácter conservador, afianza algunas de las conquistas de los órficos; el (temprano) neorrealismo y el (tardío) surrealismo portugueses y, por fin, superados ya los tiempos de los “ismos”, las promociones de los años cincuenta, sesenta y setenta, en las que se suceden sin solución de continuidad algunos de los grandes nombres aquí ya citados (Sena, Sophia, Eugénio de Andrade, Ramos Rosa) y otros (Luíza Neto Jorge, Fiama Hasse Pais Brandão, Joaquim Manuel Magalhães, João Miguel Fernandes Jorge) que estiran ese século de ouro hasta nuestros días.

Al cumplirse el siglo del salto al vacío de aquella primera generación de los setenta, la de los Vencidos da vida, una segunda generación de los setenta, la de Júdice, simboliza los matices y la riqueza, la madurez entretanto acumulada por la poesía lusa; madurez que les permite a estos últimos, por ejemplo, acudir sin ambages a lo que algunos modernos habían hasta no mucho tiempo antes anatematizado: la narratividad. “La generación […] aparecida en los años setenta restaura la dignidad de lo retórico y lo discursivo”, afirma Júdice, para seguidamente desgranar, sin afán programático, algunas de sus herramientas privilegiadas: “Regreso a una cierta narratividad, un juego temático que recurre tanto a lo cotidiano como a la Historia o la mitología […] una confrontación entre referencias diversas recuperadas por el discurso en el seno de una intertextualidad consciente, que colocan a esta poesía en la senda de un Pound o un Eliot, en el aspecto más intelectual de su poesía o en lo que ella hay de juego constante con la tradición; en la de un Kavafis o un Gotfried Benn, por lo que estos tienen de rehabilitación aparentemente episódica o anecdótica de la vida cotidiana; y aun en la línea de un cierto Pessoa, el menos modernista y sin embargo del más moderno, el Pessoa-Álvaro de Campos de Tabacaria o el Pessoa-Alberto Caeiro.” Así pues, Júdice y los de su tiempo no renuncian a priori a ninguna herramienta del lenguaje en su búsqueda de nombrar la realidad. Y eso los convierte en genial consumación del proyecto de modernidad que Pessoa y Orpheu concibieron como alucinado sueño; cuando los de la promoción de los setenta definan el lugar de su poesía ya no lo harán sólo, ni siquiera de manera predominante, con respecto a la tradición lusa, sino con respecto aquella que es ya, de pleno derecho, la suya: la de la mejor poesía universal de nuestro tiempo.