Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 5 de octubre de 2014 Num: 1022

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El alimento: la liga del
migrante con su origen

Felipe González

Tamales cotidianos
y de fiesta

Daniel Becerra, Ruth Juárez
y Aleyda Aguirre

Las alumbradas, una
tradición subvertida
por la violencia

José A. Campos

Lo único que me pueden quitar es la vida
María Bravo

Las panochas calentanas
Raquel Rodríguez Estrada

Un guisandero apreciado

Tierra Caliente:
identidad y arte culinario

Aleyda Aguirre Rodríguez

Sangre de iguana
para vivir más años

Las cifras de la guerra

La danza de los viejitos:
resistencia y dignidad

Margarita Godínez

Leer

Columnas:
Galería
Ricardo Guzmán Wolffer
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 

Raquel Rodríguez Estrada

Supuse que los calentanos, tan claridosos y groseros, se habían atrevido a bautizar a un dulce con un “nombre sexual”. Creí que a ese postre le habían puesto panocha porque encontraban en él alguna semejanza con la vulva. En una ocasión, cuando le ofrecí a un amigo uno de esos dulces, éste esbozó una sonrisa picarona y luego no pudo contener la risa que le nacía en la panza. Panocha, me dijo, es una palabra vulgar usada para referirse a la vulva de las mujeres, quienes pa no chambear en otra cosa ofrecen su cuerpo.

Resulta que los habitantes de Tierra Caliente no son tan osados, al menos en el tema en cuestión, pues “panocha” es un término antiguo para denominar al piloncillo. Desde Guayameo, Guerrero, “bajaban hace años los comerciantes de la sierra” con sus panochas (es decir, piloncillo) y surtían a las personas dedicadas a elaborar dicha golosina. De ahí surgió su nombre. Esa distribución del piloncillo dejó de hacerse y ahora las “panocheras” lo consiguen en Ciudad de México y otros lugares, ya que los principales estados productores de piloncillo son San Luis Potosí, Veracruz, Nayarit y Colima.

En el libro Sabores de Tierra Caliente (Conaculta, 2012), del gastrónomo originario de Huetamo, Michoacán, Luis Enrique Echenique García, se dice que para elaborar las panochas se necesitan semillas de ajonjolí –traído de Etiopía a zonas mexicanas de climas cálidos y tropicales y llevado a otros países de Centroamérica después de la Conquista-, miel y piloncillo. Se lava y se seca el ajonjolí, se tuesta, se hace un jarabe con miel y piloncillo al que finalmente se le añade el ajonjolí, se deja enfriar y se le da forma a las panochas, que pueden ser redondas o cuadradas.

Muchos calentanos conocen bien la semilla de ajonjolí, principal ingrediente de las panochas, porque lo sembraron y cosecharon en su niñez. Cuando el sésamo iba creciendo “se llenaba de bosque” y había que quitarlo con una tarecua para no disminuir las propiedades vitamínicas de la oleaginosa. Tienen clara la receta de las panochas porque es común en la región. En su infancia guerrerense, Prisciliano Santana Antúnez, de Las Parotas, María Natividad, de Cutzamala de Pinzón, y Soledad Serafín, de San Miguel Totolapan, cultivaron y desyerbaron el ajonjolí. Cuando todavía se pagaba con centavos, María trabajó de “pión” e iba tras el surco que trazaba su papá; Soledad y Prisciliano obraron en las tierras de sus padres.

Antes, cuenta María Natividad con esa voz parecida al llanto, “se doraba el ajonjolí en el comal y empezaba a oler a cocido, se dejaba ahí hasta que se ponía coloradito, coloradito. En una cazuela se echaba miel de abeja o piloncillos, cuando estaban hirviendo, se les metía el ajonjolí y se meneaba para que se revolviera todo. En el metate se ponía la plancha del ajonjolí y, antes de que se endureciera, se tenía que cortar con un cuchillo. Nunca preguntamos por qué se llamaban así las panochas, nomás nos las comíamos”