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Instante bailado, 
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Hoover o las 
  dualidades del sabueso 
  Augusto Isla   
  
La literatura, una percepción del mundo 
  Javier Galindo Ulloa entrevista 
  con Federico Campbell 
Los permisos de la 
  muerte: la violencia 
  narrada y sus límites 
  Gustavo Ogarrio 
El narco entre 
  ficción y realidad 
  Ana Paula Pintado Cortina 
  
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    Los permisos de  la muerte: 
      la violencia narrada 
        y sus límites  | 
   
 
	
    
  
    
      
      
  
    Foto: Marco Peláez Carlos/ archivo 
      La Jornada  | 
    El Ejército mexicano en Michoacán. Foto: Carlos Ramos Mamahua/ 
      archivo La Jornada  | 
   
 
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	Gustavo Ogarrio 
	
	Uno de los cuentos clásicos de la  literatura mexicana del siglo XX, como “La muerte tiene  permiso”, de Edmundo Valadés, puede ayudarnos a reflexionar sobre ciertos  núcleos problemáticos de la violencia que hoy se vive y se narra en México. Es  un cuento de una actualidad implacable por su simbolización básica; parece un  texto sobre la violencia campesina de una comunidad que se anticipa a la  petición de “solicitar justicia” por su  propia mano y permiso para matar a su presidente municipal. 
	Sacramento, el personaje que habla “por los  de San Juan de las Manzanas”, enumera esa otra violencia persistente y límite  por parte de la institucionalidad del Estado: el despojo de tierras, la extorsión,  el asesinato de un muchacho que le reclama esa impunidad al presidente municipal, el cierre de un canal que  abastecía las siembras de los campesinos, el “robo” y la violación de dos  muchachas. La petición de muerte y de justicia se lleva a cabo en una asamblea  entre campesinos, ingenieros que ríen en el estrado y la figura de otro presidente de mayor jerarquía y con ciertos  residuos de su origen también campesino; entre sociedad rural y autoridades. Si  bien el cuento puede leerse como el conflicto entre dos sentidos de la  justicia, la campesina o “primitiva” que emerge ante la violencia de Estado, y  la justicia pervertida o ausente de las instituciones, también se puede  comprender como una narración sobre los efectos de una violencia fundacional: la  de la sociedad política contra una comunidad. Ya decía Gramsci que la discusión  política más importante era sin duda la de “los límites de la actividad del  Estado”. Y cuando el Estado se vuelve el agente o el cómplice de la agresión  persistente contra la sociedad pone a prueba uno de sus límites y su propia  legitimidad. 
	En el cuento de Valadés también se contraponen la legalidad y la legitimidad tanto de una comunidad campesina como del  Estado. Quizás lo más asombroso del cuento no es sólo que ese acto de justicia  campesina ya se haya consumado cuando es solicitado: la justicia “primitiva”  cae en la incertidumbre de que efectivamente ese acto haya representado a la  justicia misma. 
	El cuento de Edmundo Valadés condensa al  inicio, de manera un tanto paródica, el habla de los ingenieros; más que  ejemplificar el “realismo” de un tono dialogante que comenzaba a ser hegemónico  en la cultura política del nacionalismo revolucionario de los años cincuenta  del siglo XX, concentra deliberada e irónicamente los prejuicios más evidentes  de esta clase que empezaba también a tecnificar la política de Estado:  
	
    Sobre el estrado, los ingenieros conversan, ríen. Se golpean unos  a otros con bromas excesivas… El tema de su charla son ahora esos hombres,  ejidatarios congregados en una asamblea y que están ahí abajo, frente a ellos.  
	–Sí,  debemos redimirlos. Hay que incorporarlos a nuestra civilización, limpiándolos  por fuera y enseñándolos a ser sucios por dentro… 
	–Es usted  un escéptico, ingeniero. Además, pone usted en tela de juicio nuestros  esfuerzos, los de la Revolución.  
	–¡Bah!  Todo es inútil. Estos jijos son irredimibles. Están podridos en alcohol, en  ignorancia. De nada ha servido repartirles tierras.  
	–Usted es  un superficial, un derrotista, compañero. Nosotros tenemos la culpa. Les hemos  dado las tierras, ¿y qué? Estamos ya muy satisfechos. Y el crédito, los abonos,  una nueva técnica agrícola, maquinaria, ¿van a inventar ellos todo eso? 
     
	¿El sentido del “permiso” para  ajusticiar al presidente municipal de San Juan de las Manzanas es solamente el  que solicitan los campesinos en la asamblea o podemos entender que la violencia  que ejerce el mismo presidente municipal contra el pueblo es parte de una  permisibilidad implícita en el sentido político del cuento? No encontramos en  el texto de Valadés un aprendizaje directo de la experiencia de la violencia,  esa violencia está expresada artísticamente de manera sutil e indirecta; más  bien, el texto sirve para pensar los límites enfrentados de la justicia y esa  tensión entre lo legal que puede ser ilegítimo (la violencia, el despojo, la  corrupción y la arbitrariedad del presidente municipal), así como la tensión  que genera la posible legitimidad de un acto de justicia campesina y su  búsqueda de legalidad.  
	Narración y límites de la violencia  actual: 
	  Michoacán, la tensión entre legitimidad y legalidad 
	¿Desde qué perspectivas es posible  volver sobre la manera en que se narra la  violencia contemporánea en México y en algunas otras regiones de América  Latina? ¿Cuál podría ser un punto de partida pertinente para comprender la  violencia actual sin sacrificar el análisis de su uso político o de su  condición histórica? ¿Cuál es el núcleo de ese conflicto que genera la justicia  pervertida o la ausencia misma del ritual de justicia en las instituciones? 
	
  
    
        
        
        Dos ejemplos de tuiteros de la que debería ser la verdadera portada de la revista Time publicada recientemente 
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    Si la violencia en México es el fenómeno  persistente, histórico, que acosa a la sociedad ahora desde una crueldad y  deshumanización inéditas, también obliga a comprenderla desde esta persistencia  transformada ya en su carácter plenamente corporativo, el llamado crimen  organizado. Esta violencia todavía es insuficientemente  comprendida desde su raíz capitalista, material o de lo que antes se  expresaba como la tenencia de la tierra y, ahora, la conservación de la vida.  La violencia es actualmente el exterminio entre azaroso y regionalizado inmune  a los reclamos de justicia en su sentido básico, en gran medida expresa la fase  de mercantilización del dolor, de la angustia y de la muerte. 
	El “exceso” de barbarie de la violencia  actual y que vuelve corporativa el crimen organizado es, al mismo tiempo, la  consecuencia inesperada de la violencia que se globaliza por el lado de la  renta del capital del poder del narco; la empresa del crimen se  diversifica y también se diversifican los métodos del homicidio. Sin embargo,  esta violencia no sólo ilegítima sino abiertamente ilegal es, por omisión o  complicidad del Estado, normalizada por la impunidad del aparato de justicia  estatal y por sus implicaciones políticas. El Estado literalmente desarma su  capacidad jurídica de garantizar la seguridad de la sociedad y de contener la  barbarie, con ello se suma como responsable al cuadro dantesco que produce  nuestra época. Cualquier narrativa sobre la violencia contemporánea no puede  pasar de largo ante su figura más importante: esta violencia pone al límite la  definición, los alcances y el movimiento del Estado. 
	La violencia también distribuye de otra  manera el poder político y ha obligado al Estado mexicano a imponer una  estrategia que paradójicamente deja intocadas las razones profundas y  estructurales de la violencia. Lo que está en juego para el poder político que  posibilita y hereda la fallida transición a la democracia en México es nada más  y nada menos que su legitimidad misma como representación popular vista desde  la estridencia del espectáculo de la política. La violencia actual genera una  incapacidad de la clase política para nombrar la barbarie de la época, esa risa  neoliberal de los “ingenieros” o los nuevos técnicos del Estado en los estrados  en los que se divulgan las bondades de la civilización neoliberal. Además, en  México asistimos al autismo de la clase política de la restauración neoliberal  que decide encerrarse a piedra y spot en la repetición exhaustiva  de un lenguaje anacrónico que configura también la esquizofrenia de un país  paralelo: la narrativa del Estado se articula entre un lenguaje tecnocrático,  que privilegia la eficiencia del capital y de la mercantilización de toda la  vida pública, indiscriminadamente mediática, pero que en momentos de crisis  refuncionaliza el lenguaje populista de las “inversiones” para rescatar estados  o regiones, como ocurrió en Ciudad Juárez, en Tamaulipas y ahora en Michoacán a propósito de la “estrategia integral” del  gobierno de Peña Nieto ante la irrupción de las autodefensas: un  simulacro de la narrativa del Estado benefactor con estrategias abiertamente  neoliberales. 
	El Estado mexicano, en su fase neoliberal,  responde con la militarización en el sexenio de Felipe Calderón y con un  agresivo ciclo de reformas en la era de Enrique Peña Nieto, ambos se  desentienden del círculo global de la violencia y de su propia responsabilidad  como Estado. Se focalizan programas sociales,  se anuncian espectaculares acciones de “rescate”  social de regiones asoladas por la violencia sistemática y al mismo  tiempo se normaliza la incursión militar, que también regulariza la incapacidad  del Estado para revertir la acumulación histórica de condiciones, omisiones y  corrupción que llevan a la explosión de la violencia actual. En uno de sus sentidos últimos, la violencia no es  únicamente el ejercicio letal y de exterminio contra la sociedad, es  también la triste articulación de fallidas estrategias de “desarrollo”, el  triunfo siempre precario del neoliberalismo y su efecto en el desmontaje de la capacidad  jurídica del Estado para impartir justicia. El Estado mexicano no puede  elaborar una respuesta moral y verosímil ante la violencia porque el rasgo  ideológico que lo define actualmente lo hace imposible: el neoliberalismo  reformista tiene que seguir invencible y jamás la violencia en sus últimos  ciclos le obliga a sospechar que toda esta ilegitimidad de barbarie tiene  alguna conexión con el modelo de depredación económica actual ni con el fracaso  de la transición a la democracia en México.  
	
    ¿Tiene que ver la situación actual en  Tierra Caliente, Michoacán, con el ciclo anterior de violencia en el que el Estado simplemente se desentendió de todo  el dolor y la impunidad en la que todavía permanecen las miles de muertes y  desapariciones en la “guerra” unilateral contra el crimen organizado impuesta  por Felipe Calderón y relanzada por el gobierno de Enrique Peña Nieto? 
	Solamente con su presencia, las  autodefensas de Tierra Caliente simbolizan las alternativas y los nudos de la  violencia que se hacen transparentes mediante su multiplicación en todo el  país: la posibilidad de una “rebelión de las víctimas”, quizás ya no bajo esa  representación postrevolucionaria de justicia por mano propia, tal y como se  expresa en el cuento de Edmundo Valadés; la respuesta defensiva de los  propietarios de la tierra, desde los pequeños y medianos hasta las oligarquías  locales y sus guardias, con el riesgo permanente de que esta defensa se  transforme en paramilitarismo; la posibilidad de que el Estado mexicano esté  impulsando una estrategia perversa de “limpiar” el crimen organizado con un  “brazo armado” aparentemente civil; la compulsión del Estado por asimilar las respuesta de autodefensa de la  sociedad sin sacrificar el modelo económico neoliberal ni el uso estratégico y  autoritario de la fallida transición a la democracia. 
	El ataque velado contra el poeta: 
	  la  des-historización política de la violencia 
	No es un tema menor la  simplificación actual de la violencia. Voy a tomar como ejemplo un texto del  crítico literario Christopher Domínguez Michael sobre el poeta Juan Gelman:  “Juan Gelman, la otra historia”. El  texto es en realidad la preparación de una acometida política contra una  supuesta condición de “inatacable e inabordable” en relación a la militancia de  Gelman en la guerrilla de Montoneros en  Argentina al formarse la resistencia peronista, durante los años sesenta  y setenta del siglo XX. Domínguez Michael  utiliza una carta de Óscar del Barco, filósofo que le pide a Gelman “su  contrición” e “ir por la verdad hasta sus últimas consecuencias” como  integrantes de Montoneros para “confesar” sus “crímenes y pedir perdón”, esto  para quitarle toda la densidad histórica a esa “otra historia” sobre Gelman y  colocar en un plano absolutamente difuso la discusión política más importante  sobre el asunto, quizás el punto de partida para reconstruir la memoria  reciente en su dimensión política y ética: los límites del Estado argentino en  su condición de poder de exterminio y desaparición, una forma de poder que no  comienza precisamente con el golpe de Estado de 1976 y que más bien es una  continuidad, al menos desde el golpe de Estado contra Hipólito Yrigoyen de  1930.  
	¿Desde qué perspectiva es posible abordar  estas cuestiones tan cerradamente problemática de violencia y memoria sin caer  en la reducción expiatoria que Domínguez Michael le pide post-morten a la figura política del poeta Juan Gelman? Una de las revisiones críticas  sobre la actuación de las guerrillas durante la década de los setenta y, en  particular, en relación a Montoneros, ha sido la que enuncia Estela Schindel en  su libro La  desaparición a diario. Sociedad, prensa y dictadura (1975-1978): “La cultura de la muerte había impregnado también a las agrupaciones  de izquierda”; jerarquías y castigos al disenso, la supremacía de lo militar  sobre lo político, fueron elementos que se  instalaron en las respuestas organizadas a la violencia sistemática y  fundacional del Estado argentino. Sin embargo, afirma Schindel, esto “no  implica adjudicarle a la historia argentina un ‘destino’ fratricida o asignarle  un origen metafísico o esencial a las prácticas de violencia”, mucho menos la  exigencia de un acto de contrición que moraliza la historia sin el análisis y el  debate que el mismo Domínguez Michael reclama.  
	Sobre esta reconstrucción del pasado  reciente en Argentina, Ricardo Piglia afirmó en una entrevista (“La literatura  nos permite discutir cuestiones políticas”, Pagina 12,  Silvina Friera, 4 de agosto de 2013): “Yo estoy muy enojado con la mirada  moralizada que se hace de las experiencias de militancia. Eran decisiones que  no se tomaban por comodidad ni ventaja personal, aunque estuvieran llenas de  errores políticos. Un escritor no puede dejar de ver ahí un momento muy  interesante de la experiencia. La memoria se nos ha convertido –y eso es mérito  de las Madres (de Plaza de Mayo)– en una recomposición de la verdad de esa  situación. Y sobre todo de la verdad del elemento doloroso y atroz del  terrorismo de Estado. Yo estoy defendiendo un poco la nostalgia; por eso la  cita del poema de Edgar Bayley: ‘Es infinita  esta riqueza abandonada’. Junto a la tensión entre memoria y olvido,  tenemos que empezar a poner algo que llamo nostalgia, porque me gusta mucho  Fitzgerald y esa idea de qué bien que estuvo aquello en aquel momento. Lo llamo  nostalgia porque es una palabra que no tiene prestigio. Ver el pasado como algo  que tuvo cuestiones valiosas. No solamente como aquello que debemos mantener  vivo, porque hay un dolor que no podemos permitir que se olvide, que es una  cosa tan legítima, ¿no?”  
	Cuando la figura del Estado  desaparece del análisis o de la narrativa sobre la violencia, inevitablemente  perdemos el objeto central a partir del cual tiene sentido reflexionar y debatir  sobre los límites, la permisibilidad y las posibilidades de la violencia  contemporánea.  
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