Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 24 de noviembre de 2013 Num: 977

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El Premio FIL a
Yves Bonnefoy

José María Espinasa

Artigas en el cuarto
de los espejos

Alejandro Michelena

El asesinato de
Roque Dalton

Marco Antonio Campos

Cambio de armas
Esther Andradi entrevista
con Eva Giberti

La aventura artística
de Philip Guston

Eugenio Mercado López

Philip Guston,
del muralismo
al cartoonism

Gonzalo Rocha

Diego y Frida,
una pareja mítica

Vilma Fuentes

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Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
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Rodolfo Alonso
Cinexcusas
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Rodolfo Alonso
rodolfoalonso02.blogspot.com

Mi Leonardo Favio

Ahora que su lamentable desaparición física –5 de noviembre de 2012– ha provocado tantos y tantos comentarios (más que merecidos en su caso), quisiera hacer notar algo que ha pasado desapercibido.  Cuando lo conocí, él era el actor preferido de Leopoldo Torre Nilsson, el gran realizador cinematográfico argentino, de muchas de cuyas principales películas fue protagonista.

Y algo más no ha sido recordado, esta vez probablemente con razón. Uno de sus primeros títulos como director, a cuyo preestreno  me hizo el honor de invitarme, no muy bien recibido entonces por la crítica y los dueños de salas, fue en cambio tan conmovedor para mí que me llevó a escribir un texto: “El canto del cine”, que él llegó a ver y que recién en 1967 publicó el diario La Capital, de Rosario. Decía así, y es importante al leerlo ubicarse en la época:

Cuando las luces se encendieron sobre el rastro del satélite que, cruzando melancólico el cielo de la pantalla, pone punto final a uno de los filmes más líricos y auténticos del (ahora sí) nuevo cine argentino, esa sensación de exaltada ansiedad por comunicarse que suele dejarme el descubrimiento de una obra de arte original, se unió a la duda de que el cabizbajo y nervioso director Leonardo Favio, parado a nuestra espalda durante aquella exhibición privada –realizada hace ya casi dos años– de su “Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y algunas pocas cosas más”, quizá iba a creer que mis expresiones de entusiasmo eran sólo de compromiso. (Por suerte, quizá ahora que va a leerlas escritas, llegue a creerme.)

Y quiero escribir sobre el Romance... no sólo por lo injusto del recibimiento con que cierta crítica (pienso en la de La Prensa, específicamente) y ciertos exhibidores –el de su sala de estreno en Buenos Aires– quisieron disminuirlo o silenciarlo. Ni porque aquel movimiento valiente, intuitivo y desordenado que se dio en llamar “nuevo cine argentino”, y con cuyos orígenes algo tuve que ver, haya logrado recién ahora (mi homenaje, al pasar, para Alias Gardelito, de Lautaro Murúa), cuando parecía –y quizá esté, por desgracia– definitivamente sepultado, una obra maestra (así, con todas las letras). Sino también, y sobre todo, por lo que este maduro filme del talentoso y sensible creador que nos ha resultado este Leonardo Favio, tiene que ver con la poesía.

No conozco otro en todo el cine argentino –y no muchos en el extranjero– que alcancen un lirismo tan hondo, tan evidente, tan legítimo, tan conmovedor. Visión auténtica del manoseado cuando no olvidado interior del país, sin folclorismos recargados y facilones, con acción, lenguaje y clima, con personajes logrados y tocantes, gozando de un buen guión (el cuento original es de Zuhair Jury, hermano de Favio) y una maravillosa fotografía (consagración de Juan José Stagnaro), donde descuellan el descubrimiento –antes que la TV– del expresivo Federico Luppi, la madurez de María Vaner y una Elsa Daniel desconocida. Todo ello dentro de una brillante y emotiva dirección general. (Lo que no quiere decir nada si no se comprende que, aquí, la de “director” no es una denominación más o menos técnica, sino el sinónimo de creador.) Porque todo, todo el filme está embebido de la sensibilidad e inteligencia fluidas de Leonardo Favio. Es realmente, y pese –o gracias, claro– a la excelente calidad de todos sus colaboradores, un verdadero filme de autor.

Ahora que en Buenos Aires alguna sala se larga a volver a darlo, y que seguramente comienza a llegar a los cines del interior, ese interior que evoca tan dignamente, pensé que debía escribir estas líneas –anticipando el éxito y la resonancia que tarde o temprano, indefectiblemente, tendrá– como un llamado de atención para el espectador atento y como un fraternal y agradecido homenaje a Leonardo Favio y a todo su equipo.

Así saludaba yo entonces, en 1967, cuando su extraordinario Romance del Aniceto y la Francisca... aún no había sido debidamente valorado, a Leonardo Favio. No veo por qué, ni tampoco siento, que deba despedirlo ahora con otras palabras.