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 Portada 
Presentación 
Bazar de asombros 
      Hugo Gutiérrez Vega 
Las cartas españolas 
  de Freud 
  Ricardo Bada 
La maleza de 
  los fantasmas 
  Ignacio Padilla   
  
En los mapas 
  de la lengua 
  Juan Manuel Roca 
Expedición cinegética 
  Luis Bernardo Pérez 
Giselle: amor, 
  locura y exilio 
  Andrea Tirado 
  
Vinicius bajo el 
  signo de la pasión 
  Rodolfo Alonso 
Dos poemas 
  Vinicius de Moraes 
Meret Oppenheim, 
  la musa rebelde 
  Esther Andradi 
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	 Las cartas españolas de Freud 
	Ricardo  Bada 
	
	Un día descubrí que había almas benéficas dedicadas a editar las cartas de  los grandes espíritus. Desde ese momento, mi adicción al género epistolar fue  incondicional y me acompaña hasta la fecha. Cuando alguien me pregunta por mis  libros preferidos, le muestro el más nutrido estante de mi biblioteca: los  volúmenes de correspondencia. Alguna vez contó Cioran cómo le resultaba  insoportable cualquier novela de Flaubert y, sin embargo, seguía releyendo  apasionado sus cartas. ¿Y quién que haya leído el intercambio epistolar entre  Lawrence Durrell y Henry Miller no se ha sentido casi más fascinado (en mi caso  sin casi) que por El  cuarteto de Alejandría o Trópico de Cáncer?  
	Pues bien, en ese estante de mi biblioteca  figura también el volumen que contiene las cartas de juventud de Freud a su  amigo Eduard Silberstein... en español. 
	La existencia de estos ochenta y un  documentos era conocida desde los años sesenta y se consideraba poco menos que  una sensación; el doctor Freud, tan convencido –o sólo convincente– a la hora  de evaluar la psique en la niñez y la juventud, había tenido el escrupuloso  cuidado de no dejar un rastro epistolar (exceptuando las cartas a su prometida)  de sus sin duda alguna interesantísimos Lehrjahre (Hundejahre,  años de perro más que de aprendizaje, como veremos luego), sus años de  formación humana e intelectual, si decir semejante cosa no constituye un  pleonasmo. 
	Por suerte para todos nosotros,  epistolómanos o no, Silberstein salvó para la posteridad los ochenta y un  documentos –cartas y postales– que publicó el sello S.  Fischer en una edición cuidadísima y primorosa, a cargo de Walter Boehlich. ¿Y  quién fue Eduard Silberstein? Con toda seguridad, el amigo de  juventud de Sigmund Freud; ése que es el primero en conquistar la ruda  fortaleza del corazón de un joven y planta en ella para siempre su bandera. Un  judío rumano, siete meses menor que Freud, y a quien éste dirige la primera de  las misivas que se han conservado, en fecha tan temprana como el 12/VII/1871, cuando el futuro autor de La interpretación de los sueños sólo cuenta quince años recién cumplidos. Y no es una carta sino  una postal. Freud escribe el texto en latín y se despide en español: “Quedo su  atento servidor, Sigmund Freud.” 
	
  
     
      Los jóvenes Freud y Silberstein | 
   
 
    Que Freud entendía nuestro idioma es algo  que sabemos desde que tuvimos en nuestras manos el primer volumen de sus obras  completas, publicadas por Biblioteca Nueva. Allí aparece la carta que le  remitiera a su traductor, Luis López–Ballesteros y de Torres: “Siendo yo un  estudiante, el deseo de leer el inmortal Don Quijote en el original cervantino me llevó a aprender, sin maestros, la bella lengua  castellana.” Que Freud, además, se valiera del idioma de Cervantes para  comunicarse con otros, también estaba  documentado entre nosotros desde 1972,  gracias a El apasionante mundo del libro, las memorias de su editor español, José Ruiz–Castillo Basala: 
	
    Resulta bien extraordinario que desde  muy joven Freud aprendiera el castellano para leer el Quijote, pero no resulta menos interesante  que además de por ese considerable empeño, Freud adolescente aprendiera nuestro  idioma para utilizarlo en sustitución de cualquier código secreto al escribirse  con su amigo también adolescente Silberstein. Entre ambos fundaron una juvenil  microsociedad de dos en compañía, que titularon la “Academia española”, en la que adoptaron como seudónimos para su  epistolario secreto los nombres de los protagonistas cervantinos en El coloquio de los  perros; Cipión es  Freud, y Berganza, Silberstein. 
	 
    Apostillaré que al menos una vez,  en la postal del 19/I/1872, Freud cambia de  disfraz con Silberstein, pero en lugar de firmar “Berganza” firma “Braganza”.  Un error... ¿freudiano? 
	Como es lógico, el volumen del que les  hablo incluye los textos españoles de Freud, en una transcripción íntegra y  respetuosa. La formidable tarea editorial llevada a cabo por Walter Boehlich  consistió, entre otras muchas cosas, en haber  agregado la traducción al alemán de dichos textos, aplicando un método  sherlockholmesiano para la interpretación de pasajes que a nosotros mismos, aun  teniendo el español como lengua materna, nos resultan impenetrables. 
	Valga como ejemplo la carta fechada el 2/X/1875, donde Freud dice: “Se sirvia mi padre de un ruso, para  convidar a una vista tu hermano.” Es decir, que el padre de Freud se valió de  un ruso para invitar al hermano de Silberstein a una excursión. Pero ¿de dónde sale ese ruso? Boehlich aventura  la hipótesis, creo que acertada, de que Freud  castellaniza las palabras francesas la ruse (el  ardid), porque es lo bastante perezoso como para no recurrir al diccionario.  
	Al mismo tiempo, Boehlich descifra casi  todas las abreviaturas, que en ocasiones llegan al jeroglífico, por ejemplo,  cuando Freud se despide diciendo: “Dein Cipion, p.e.e.h.d.S.M.d.l.A.E.”, lo que  no significa otra cosa sino: “Tu Cipion, perro en el Hospital de Sevilla, Miembro de la Academia Española.” Siendo  así, como señala Boehlich en su puntualísimo epílogo, que Cipión y Berganza son  perros en el Hospital de la Resurrección... de Valladolid. O sea, que Freud  sólo leyó un fragmento del Coloquio, en alguna antología  donde únicamente figuraba el pasaje con las aventuras hispalenses de Berganza. 
	Freud y Silberstein llegaron al extremo de  hacerse confeccionar un sello para lacrar las cartas, con las iniciales de su  “microsociedad de dos en compañía”. Pero el tiro les salió por la culata, las  iniciales están al revés, EA y no AE. Aunque esto es, nada más, lo que suponemos hoy nosotros,  descreídos contemporáneos, lacrados (de lacra, no de lacre) por la fe ciega en  lo que llamamos el error freudiano. Porque ¿y si Freud y Silberstein no se  hubiesen equivocado?  
	¿Y si EA significase eso, “ea”, interjección que tantas veces se  encuentra en el Quijote? Recordemos: “¡Ea, sus! ¡Salgan  mis caballeros, cuantos en mi corte están, a recebir a la flor de la  caballería, que allí viene!” (I,  21), o bien: “¡Ea, pues, a la mano de Dios!, dijo Sancho, yo consiento en mi  mala ventura” (II,  35).  
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