Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 3 de noviembre de 2013 Num: 974

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Las cartas españolas
de Freud

Ricardo Bada

La maleza de
los fantasmas

Ignacio Padilla

En los mapas
de la lengua

Juan Manuel Roca

Expedición cinegética
Luis Bernardo Pérez

Giselle: amor,
locura y exilio

Andrea Tirado

Vinicius bajo el
signo de la pasión

Rodolfo Alonso

Dos poemas
Vinicius de Moraes

Meret Oppenheim,
la musa rebelde

Esther Andradi

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Expedición cinegética*

Luis Bernardo Pérez


Street art en Guadalajara, Jalisco

El mecánico levanta el cofre y se asoma al interior con aire profesional. Me pregunta cómo es exactamente el ruido. Intento explicarle pero no es fácil. Mi descripción resulta demasiado imprecisa. No se trata exactamente de un zumbido. Tampoco de un chasquido, ni de un pitido, ni de un silbido, aunque tiene un poco de todo esto. A veces suena como un rechinido, pero también parece un gruñido, un aullido, una crepitación combinada con el golpeteo característico de una pieza mal ajustada. Sé que mis explicaciones dejan mucho que desear. Me encojo de hombros para expresar impotencia; lo único que puedo decir es que se trata de ruido, un persistente y molesto ruido que desde hace varios días se ha instalado en alguna parte del auto. Aparece en cuanto enciendo el motor y se mantiene imperturbable, insidioso, presagiando alguna avería terrible. Pregunto si es grave, pero el mecánico guarda silencio y mantiene la mirada fija en el vehículo. Parece sumido en profundas reflexiones. Después me pide que encienda el motor. Obedezco. Del interior emerge entonces un ronroneo sedoso y regular. Estoy perplejo. Desciendo del auto y acerco el oído. Nada. Le aseguró al mecánico que el ruido estaba allí, que es la verdad. Él me tranquiliza: claro que me cree, ese fenómeno ocurre con frecuencia. Asegura que algunos sonidos son así, astutos y escurridizos; suelen ocultarse cuando se saben en presencia de un experto, alguien acostumbrado a lidiar con ellos. Acto seguido va por sus herramientas y, tras pedirme que apague el auto, se aproxima al vehículo con la seguridad de un cazador experimentado que conoce a la perfección los rincones en los que suele ocultarse su presa. Armado con una llave de tuercas, unas pinzas y otros utensilios de brillante acero alemán (todos colocados en un cinturón especial) levanta el cofre y examina las entrañas del auto con la ayuda de una linterna. Comienza dando golpecitos aquí y allá con la llave de tuercas. Se inclina para ver mejor. Introduce la cabeza, luego el tronco, y como quien desciende por el tiro de una mina, se adentra poco a poco en la maquinaria. Antes de que se pierda de vista, decido acompañarlo. Me arrastró detrás de él y los dos avanzamos como topos entre tubos, cables, mangueras, válvulas y piezas metálicas de diversos tamaños y formas cuya función ignoro y que me sorprenden porque no imaginaba que hubiera tantas cosas allí adentro y que todo ello fuera necesario para hacer funcionar un automóvil. Gradualmente los espacios se agrandan. Ahora podemos ponernos de pie. Llegamos al final de un largo túnel que desemboca en lo que parece una fábrica o una nave industrial en penumbras. El mecánico escudriña con la ayuda de la linterna cada rincón. De pronto, se detiene y señala con la linterna hacia la derecha. Allí, agazapado tras un tubo de cromo, está el ruido. Al verse descubierto emprende la huida. Nos lanzamos tras él, pero no es fácil avanzar por ese intrincado laberinto. Para colmo el piso se encuentra cubierto de aceite lubricante y varias veces estoy a punto de caer. La persecución se prolonga durante varios minutos por distintos pasillos hasta que, en una intersección, pierdo de vista al mecánico. Me detengo sin saber por dónde seguir. Elijo un camino al azar y avanzo dando traspiés por lo que parece una calle. La oscuridad se vuelve impenetrable. Más que ver, adivino la presencia de grandes y complicadas estructuras metálicas a mi alrededor. Regreso a tientas sobre mis pasos, confuso y temeroso. Pasado un tiempo escucho un forcejeo lejano. Veo una luz. Es el mecánico. Aparece ante mí sosteniendo con sus pinzas de acero alemán una alimaña que se retuerce con desesperación bajo la luz de la linterna mientras lanza desagradables chillidos. Aunque repulsivo, el ruido ya no me parece tan amenazante e incluso llego a considerarlo inofensivo. Me resulta absurdo haberme preocupado tanto por un bicho así. El mecánico parece adivinar mis pensamientos; me aclara que aunque a primera vista parezcan inocuos, muchos de esos ruidos pueden indicar la presencia de desperfectos mayores, algunos de ellos sumamente costosos. Es necesario, pues, darles caza antes de que el daño sea irreparable, dice mientras emprendemos el largo camino de regreso. Cansados pero satisfechos, con el ruido dentro de un saco, cruzamos una estepa cubierta de hierbas altas y abundantes. Una tenue claridad comienza a insinuarse en el horizonte. Es el amanecer.

* Incluido en Papeles de Itaca, ganador del XII Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola.