Editorial
Ver día anteriorLunes 14 de octubre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Irán: proliferación nuclear y soberanía
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or voz del viceministro del Exterior de Irán, Abbas Araqchi, el gobierno de ese país dio a conocer que está dispuesto a negociar los métodos, la cantidad y el nivel de su producción de uranio enriquecido, pero señaló que no enviará ese material al exterior, como demandan Estados Unidos, China, Francia, Rusia y Alemania. De esa forma delimitó el propósito expresado hace unos días por el canciller, Mohamed Javad Zarif, de que desea alcanzar resultados positivos en breve plazo en las negociaciones relacionadas con el programa nuclear iraní.

En la política interna la precisión formulada por Araqchi podría entenderse como señal de control del líder máximo de la República Islámica, el ayatola Ali Jamenei, sobre el gobierno del presidente Hassan Rohani, quien es visto como moderado y más dispuesto a lograr entendimientos con Occidente que su antecesor en el cargo, Mahmoud Ajmadineyad.

Más allá de lo que ocurra tras bambalinas en el poder en Teherán, es pertinente recordar que el Estado islámico lleva a cabo el enriquecimiento de uranio en el contexto de un programa de desarrollo atómico destinado a la producción de energía para fines pacíficos.

Sin embargo, Washington y Tel Aviv acusan a Teherán de intentar la fabricación de armas nucleares. París, Londres, Moscú y Pekín, por su parte, cuestionan el programa atómico iraní con el argumento de que es necesario impedir la proliferación de estas armas.

No hay razón para cuestionar la decisión soberana de Irán de dotarse con centrales nucleares de generación de energía eléctrica, que serían del tipo que utiliza uranio enriquecido como combustible. En última instancia, no la habría tampoco para impedir a Teherán que usara su uranio con propósitos militares, por condenable que resulte tal empleo.

En abstracto, el propósito de evitar el surgimiento de nuevos arsenales nucleares en el mundo resulta incuestionable. Pero las grandes potencias, particularmente las que integran la membresía permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (Estados Unidos, Rusia, China, Francia y Gran Bretaña), todas ellas poseedoras de armas de destrucción masiva, lo han aplicado de manera discrecional, y actualmente otros cuatro países produjeron y poseen bombas atómicas: Israel, India y Pakistán, así como Corea del Norte.

En este contexto, el empeño de aplicar el principio de no proliferación a un solo país resulta un ejercicio de simulación y de doble moral.

Cualquier empeño por disuadir al estado islámico de que renuncie a su uranio enriquecido tendría que agregar, para resultar mínimamente convicente, una exigencia análoga a Israel, el cual no sólo posee ese metal sino que lo ha utilizado en la fabricación de un arsenal nuclear que actualmente se encuentra en estado operativo.

En términos más generales, es claro que las asimetrías de poderío militar en el mundo han jugado en favor de las grandes potencias nucleares, particularmente Estados Unidos, y que tras la invasión y destrucción de Irak por Washington esa circunstancia ha impulsado a naciones que padecen la constante amenaza de Washington, como Corea del Norte, a dotarse de armas de destrucción masiva como única manera de asegurarse que la amenaza no se concretará en una incursión militar.

Finalmente, el desarme atómico y la reducción de los arsenales convencionales constituyen, sin duda, imperativos éticos cruciales, pero no es probable que pueda avanzarse en estos objetivos si antes los países ricos e industrializados –Estados Unidos, en primer lugar– no renuncian a su constante intervencionismo en los asuntos internos de otras naciones y no disminuyen en forma significativa sus respectivos poderíos bélicos.