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Energía

¿Qué pasó con los biocombustibles?
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Un hombre recoge el bagazo o restos de la caña de azúcar, después de que se extrajo el jugo, material que es usado para producir combustibles en una fábrica de dulces en las afueras de Managua, NicaraguaFoto Reuters
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Periódico La Jornada
Martes 17 de septiembre de 2013, p. 30

Desde hace mucho tiempo los científicos saben cómo convertir material orgánico en combustible líquido. Árboles, arbustos, pastos, semillas, hongos, algas y grasas animales se han transformado en biocombustibles para mover automóviles, barcos e incluso aviones. Además de estar al alcance de países sin arenas bituminosas, campos de esquisto o pozos petroleros, los biocombustibles pueden ofrecer una alternativa para no emitir carbono de combustibles fósiles a la atmósfera. Lo frustrante es que producirlos en grandes cantidades siempre ha sido más caro y menos redituable que perforar más a fondo en busca de petróleo.

El etanol, por ejemplo, es un biocombustible alcohólico que se destila con facilidad de plantas que contienen azúcar o almidón. Se ha usado en autos desde el modelo T de Ford y, mezclado con gasolina, constituye 10 por ciento del combustible que queman los vehículos en Estados Unidos hoy día. En Europa se mezcla biodiesel de grasas vegetales (5 por ciento) con diesel convencional. Pero estos biocombustibles de primera generación tienen desventajas. Una es que se hacen con plantas ricas en azúcar, almidón o aceite que podrían alimentar a personas o ganado. La producción de etanol ya consume 40 por ciento del maíz que se cosecha en Estados Unidos, en tanto una sola productora de etanol en Hull se volverá la mayor compradora de trigo en Gran Bretaña, pues usará 1.1 millones de toneladas al año. El etanol y el biodiesel también tienen limitaciones como combustibles de vehículos, pues funcionan mal en climas fríos y pueden dañar motores no modificados.

En un esfuerzo por superar estas limitaciones, en la década pasada surgieron docenas de empresas orientadas a producir combustibles de segunda generación, que esperaban evitar el debate alimentos vs. combustibles, produciendo combustible a partir de biomasa sin valor nutricional, como desechos agrícolas o árboles y pastos de rápido crecimiento cultivados en tierras antes improductivas. Otras planearon hacer combustibles intercambiables, que remplazaran directamente a los fósiles en vez de mezclarse con ellos.

Fatigas y problemas

Pero en vez de florecer, la industria de biocombustibles se estancó. Unas firmas quebraron, las sobrevivientes recortaron sus planes y, al elevarse el precio de los biocombustibles de primera generación, el interés de los consumidores se desvaneció. Entre tanto, la propagación de la técnica de fractura hidráulica abrió nuevas reservas de petróleo y gas y ofreció un camino alternativo hacia la independencia energética.

Producir biocombustibles de segunda generación significa vencer tres retos. El primero es descomponer la celulosa y los polímeros de la madera en azúcares vegetales simples. El segundo es convertir esos azúcares en combustibles apropiados para los vehículos existentes, mediante un proceso termodinámico (mediante catalizadores, temperaturas extremas o presiones altas) o bioquímico (usando enzimas, bacterias sintéticas o naturales, o algas). El tercero y más difícil es hacer todo esto a bajo costo y en gran escala.

En 2008 el consorcio Shell trabajaba en 10 proyectos de biocombustibles, pero ha cerrado la mayoría, y de los que quedan ninguno está listo para comercialización. Todas las tecnologías funcionaron, comenta Matthew Tipper, vicepresidente de Shell para energéticos alternativos. Todas produjeron combustibles en el laboratorio y a escala de demostración. Pero llevarlos al mercado resultó más lento y costoso de lo esperado.

El optimismo de hace cinco años se ha desvanecido, pero los esfuerzos por desarrollar biocombustibles de segunda generación continúan. Media docena de compañías dan los toques finales a instalaciones de escala industrial y varias producen pequeñas cantidades de combustibles. Algunas hasta afirman estar obteniendo ganancias. Por ejemplo, Raizen, proyecto conjunto de Shell con Cosan de Brasil, produce cada año más de 2 mil litros de etanol de primera generación a partir de jugo de caña.

Por lo regular los tallos fibrosos sobrantes se queman para dar energía o se transforman en papel, pero el año próximo Raizen comenzará a convertirlos en bioetanol de segunda generación, usando un coctel de enzimas preparado por la firma biotecnológica canadiense Iogen. Bajo este modelo, los biocombustibles de segunda generación complementan y mejoran los procesos de primera generación, más que buscar sustituirlos.

En Estados Unidos tres plantas comenzarán a producir etanol celulósico a partir de mazorcas de desecho, hojas y cáscaras. Sin embargo, al mismo tiempo en que este tipo de etanol llega al mercado, la demanda de combustibles disminuye en muchos países desarrollados debido a mejoras en la eficiencia de los combustibles y a las persistentes debilidades económicas. En consecuencia, también decae la demanda de etanol para mezclar.

Otras empresas continúan buscando combustibles intercambiables. Un atractivo es que no dependen de las normas gubernamentales respecto de la proporción en que deben mezclarse con combustibles convencionales. Otro es que por lo regular se hacen a partir del azúcar, ya sea convencional o celulósica, la cual existe en abundancia y es fácil de transportar.

Sin embargo, para que estos combustibles tuvieran impacto mundial tendrían que ser económicos en zonas alejadas de los climas tropicales. La única instalación comercial que los produce directamente de biomasa de madera es una nueva empresa llamada kiOR, en Columbus, Misisipi (EU), pero aún no funciona a plena capacidad y ya tiene muchas deudas y pérdidas. En agosto pasado, inversionistas desilusionados la demandaron legalmente.

Algunos observadores dudan que hasta los biocombustibles más sofisticados puedan competir con los combustibles fósiles en el futuro cercano. Daniel Klein-Marcuschamer, investigador del Instituto Australiano de Bioingeniería y Nanotecnología, realizó un amplio análisis de los combustibles renovables para aviación. Concluyó que producir combustible de primera generación a partir de caña de azúcar requeriría que los precios del petróleo estuvieran al menos a 168 dólares por barril para ser competitivos, y las tecnologías de segunda generación a partir de algas requerirían un alza hasta mil d/b o más (el precio actual es de unos 110) apenas para salir tablas.

Aun si se pudieran bajar costos, ello pondría de relieve otro problema. Para hacer una reducción significativa en los 2 mil 500 millones de litros de petróleo convencional que las refinerías de Estados Unidos arrojan cada día, las fábricas de biocombustibles necesitarían tener una asombrosa cantidad de materia prima.

Para producir 140 millones de litros anuales se requieren 350 mil toneladas de biomasa. Cada año se producen en el mundo miles de millones de toneladas de desecho agrícola, pero están muy esparcidas, por lo que es difícil recogerlas y transportarlas. Además, las granjas usan esos desechos para acondicionar el suelo, alimentar animales o quemarlos para energía.

Desviar las fuentes existentes de madera para hacer biocombustibles afectaría a constructores y fabricantes de papel, y cultivar plantas para biocombustibles en tierras sin explotar conduciría a controversias: lo que para unos son tierras improductivas para otros son ecosistemas prístinos. En Estados Unidos, grupos ambientalistas han protestado contra la decisión de permitir plantaciones de juncos gigantes de rápido crecimiento para biocombustibles, pues los consideran maleza altamente invasiva. Así como hay un debate “alimentos vs. combustibles”, puede surgir otro “flora vs. combustibles”.

Economist Intelligence Unit

Traducción: Jorge Anaya

en asociación con Infoestratégica