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El andar de
Juan Jacobo
Leandro Arellano
De haber sido tan longevo como Matusalén, Juan Jacobo habría cumplido trescientos años en junio pasado. Mas la fortuna del patriarca bíblico es única, los mortales no damos para tanto. Polvo somos y al polvo tornamos más pronto que tarde. Al Olimpo sagrado ingresan sólo unos cuantos, que también sobreviven en la memoria de los hombres. Sócrates murió hace más de dos milenios, pero su memoria ronda nuestro espacio cada anochecer, al levantar el inventario del día que se acaba.
Igual que el sabio griego, Juan Jacobo se halla en el estrecho censo de aquellos a cuyo paso la humanidad avanza, uno de esos seres que ensanchan los horizontes y nos reconcilian con la vida. Chesterton dijo que quien ama al mundo debe procurar reformarlo; axioma que Juan Jacobo cumplió a cabalidad. Con la reedición de sus obras, mesas redondas, suplementos, seminarios, publicaciones especiales y otros homenajes, Francia entera y su natal Ginebra, igual que universidades e instituciones culturales en muchas partes, celebran el tricentésimo aniversario de su nacimiento.
La vida de Juan Jacobo fue un andar constante. “Es preciso que mi cuerpo esté en movimiento para que se mueva mi espíritu”, escribió en sus Confesiones. Desde la niñez se aficionó a caminar y en su juventud hizo grandes recorridos a pie. Testimonios del placer que le provocaba andar y la satisfacción que le producía el solo hecho de ponerse en marcha los hallamos a cada paso de sus obras autobiográficas. Andaba el camino en busca de motivos para su creación. Durante su estancia en l´Hermitage –en los suburbios de París- se aficionó salir a la campiña de paseo por las tardes, libreta y lápiz en mano. “No puedo meditar sino andando”, anotó en sus Confesiones.
Ensoñaciones de un paseante solitario tituló su última obra, un grupito de diez textos que, reunidos, alcanzan poco más de un centenar de páginas, y que representan la continuación y culminación de sus Confesiones. Las comenzó en París y las concluyó en su última residencia, Ermenonville, donde además de escribir y deleitarse con la música, estudiaba y practicaba la botánica. Allí murió a los sesenta y seis años, víctima de una apoplejía y recluido casi en soledad, achacoso y pobre, con pocos y leales amigos, menos por la maldad humana que por su neurosis.
Al contemplar un paisaje me siento conmovido sin saber por qué escribió, y esa emoción es transmitida enteramente al lector. Quién sabe si en México, donde el cultivo literario del paisaje es escaso y tardío, sea difícil entenderlo. Su profunda afición por la naturaleza física se proyectaba en sus sentimientos y en sus ideas, y de ella emerge su filosofía. Juan Jacobo, iniciador y engendrador de tantas cosas, como lo llama Azorín, es precursor de los ambientalistas actuales.
Su inclinación por el andar físico es un anuncio y una proyección de su ruta espiritual. En literatura, su herencia es el establecimiento de la naturaleza y de la sensibilidad como las bases de la vida interior del hombre, y sus ideas políticas forman parte del patrimonio de la Ilustración: influyeron en la Revolución francesa, en el desarrollo de las ideas republicanas y en el crecimiento del nacionalismo. El Romanticismo, además, tiene en él a uno de sus grandes precursores. Una de sus ideas centrales es que el hombre es bueno por naturaleza...
Juan Jacobo es el arquitecto del concepto de soberanía popular. En El contrato social, una obra estruendosa escrita en tono apacible, propone la democracia absoluta bajo un régimen de monarquía absoluta, como era el reinado de Luis XV. El sentido contractual de la vida social que propone es racionalismo puro, en una aparente contradicción de este filósofo naturalista y sentimental. Al publicarse, El contrato social –que este año cumple dos y medio siglos– y el Emilio desataron un debate que aún palpita en el pecho de los hombres. La Sorbona y el Parlamento los condenaron y Juan Jacobo padeció exilio por ello.
La Enciclopedia nació destinada a influir en la fortuna de Francia y del mundo. Fue una como mecha para provocar la revolución. El Parlamento denunció la obra por atea, rebelde, corruptora de la juventud... ¿Compañeros de viaje de Juan Jacobo en esa empresa? Voltaire y Montesquieu, además de sus directivos: D´Alembert y Diderot, entre otros.
Primero admirador y más tarde adversario de Voltaire, comparte con él no sólo el tiempo sino la disputa en el corazón de los hombres: Rousseau es deísta, pesimista y sentimental, mientras que Voltaire es ateo, optimista y racional. Voltaire fue un reformador; un revolucionario Juan Jacobo. Por esos caprichos arduos de comprender, las influencias de ambos se combinaron para dar luz al espíritu contestatario, que desembocó en la Revolución francesa.
Es progenitor o ascendiente de variadas corrientes filosóficas y sociales, radicales todas. En términos actuales sería considerado un agitador, un subversivo (es éste el adjetivo del suplemento Hors-Série que le dedicó Le Monde, correspondiente a mayo-julio), un hereje a quien en vida no pocos debieron considerar un lunático. Muchos de sus contemporáneos lo detestaban y aun hoy no escasean las buenas conciencias que rechazan su ideario.
Desde la aparición de su Diccionario, sus ideas no han cesado de provocar debates. Charles Maurras lo detestaba, considerándolo un semihombre, en tanto que Michel Bakunin lo llamó el profeta del Estado doctrinario, el verdadero creador de la moderna reacción. Empero, Claude Levi-Strauss le rindió un tributo enorme hace medio siglo en la Universidad de Ginebra, al señalar que Juan Jacobo es el inventor de las ciencias del hombre.
Sin prisa y sin reposo, Juan Jacobo sigue su marcha. Ya sabemos que la inmortalidad es la culminación de una vida.
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