Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 6 de mayo de 2012 Num: 896

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Estudio fotográfico…
Leticia Martínez Gallegos

El poeta es sólo otro
Ricardo Venegas entrevista
con Jeremías Marquines

Bruno Traven,
cuentística y humor

Edgar Aguilar

La ley del deseo en la sociedad de consumo
Fabrizio Andreella

Gilberto Bosques, diplomacia y humanismo
José M. Murià

Puebla, Haciendo Historia
Lourdes Galaz

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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El desconcertante mundo de Robert Aickman

Raúl Olvera Mijares


Cuentos de lo extraño,
Robert Aickman,
Atalanta,
México, 2011.

No sólo los grandes nombres en la historia de la literatura merecen la atención del público en general, sino también esos autores oscuros, escasamente conocidos, como Robert Fordyce Aickman (1914-1981), cuya obra en su propia lengua, la inglesa, conoció un período de eclipse. Aickman, con ese particular apellido escocés escrito con la adición de una c (la forma habitual es Aikman), fue hijo de William Arthur Aickman, arquitecto sin mucha fortuna, de familia acomodada pero venida a menos, compañero de Richard Marsh, con cuya hija, Mabel Violet, contraería nupcias el padre de Robert, recordado por él en su autobiografía, The Attempted Rescue (1966), como un hombre severo y las más de las veces ausente; su educación e iniciación en la lectura correría a cargo de su madre.

Novelista, crítico de teatro, cuentista, amén de su destacable labor en la edición de cuentos de misterio, donde pudo exponer con detenimiento su ars poetica acerca del género o más bien subgénero del horror. El abuelo materno, Richard Marsh, cuyo verdadero nombre era Richard Bernard Heldmann, escribió The Beetle (1897), una novela que rivalizaría en ventas con el Drácula, de Bram Stoker, aparecida por cierto el mismo año. Ecos de William Bedford y Horace Walpole, entre otros muchos autores, son perceptibles en su narrativa. Por un tiempo Robert Aickman, ya casado, vivió en Bloomsbury poco después de la segunda guerra mundial. Si hay un escritor cuya afinidad –más que influencia– pueda destacarse, ése sería Forster, y más por sus novelas largas que por sus short stories también anticlimáticas, de finales abiertos, que procuran siempre evitar lo obvio.

Robert Aickman imparte una lección para el narrador en cierne que resulta difícil precisar en unas cuantas frases. Ese mundo suyo enclavado entre lo alegórico y lo onírico es, sin lugar a dudas, su principal legado. Sus historias son sutiles, difíciles de captar, aunque fáciles de disfrutar, pues admiten múltiples sentidos, los que la erudición en lo oculto, la cultura literaria o la fantasía de cada lector tenga a bien adjudicarles. Toda una revelación, la de este autor; uno de esos escritores anómalos, emparentados hasta cierto punto con Franz Kafka, Bruno Schulz o Gustav Meyrinck, en una versión acaso más convencional. Lo extraño, una categoría con la que el mismo Aickman recalcaba el carácter peculiar de sus textos, Strange Stories y Strange Tales, fueron expresiones de las que se sirvió en más de una ocasión en los subtítulos de sus colecciones de relatos. Lo extraño, en suma, considerado como una dimensión que estuviera acechando ahí, en algún lugar, en ningún lugar, dispuesta a atacar, a echarse encima, salir al encuentro a la menor provocación. El mundo cotidiano, tras la lectura de estos textos, adquiere otras tonalidades, nuevos visos, otros sesgos. Muchos desarrollos se vuelven posibles. La conclusión se vuelve inevitable y arrolladora: Es más lo que desconocemos que lo que creemos conocer.


El arte de la exactitud

Enrique Héctor González


Respondo por lo que digo,
Marco Antonio Campos,
Universidad Autónoma Metropolitana,
México, 2011.

La cultura de la entrevista, si así le podemos apodar dado que hoy todo es cultura –se dice–, faculta una caterva de catástrofes del ego que nadie ignora porque todos admiramos a alguien, en el fondo. Se trata de una cultura reverencial en la que uno pregunta azorado y el otro responde categórico, en la que se da cuenta de una admiración visible y pertinaz o se cumple con un trabajo en el que se debe parecer devoto de la persona en cuestión. Sería más propio llamarlas diálogos o conversaciones, pero el término entrevista se ha impuesto de manera tan natural en nuestro imaginario cultural y mediático como un curso escolar o el infame informe de actividades: resulta tan “natural” entrevistar al individuo a modo, que poco nos importa que no diga nada (como los futbolistas en el entretiempo) o que aproveche la ocasión para prodigarnos los estatutos vigentes del buen comportamiento o de la conciencia moral o de su genialidad atroz.

El sujeto de la entrevista, sin embargo, no es siempre el que contesta las preguntas. Sabemos de entrevistadores que se imponen a su interlocutor con precavida o imprudente alevosía. Basta toparse con un noticiero televisivo o sintonizar la radio en mala hora para advertir cómo el que habla sólo dice lo que el otro le obliga a confesar, ventrílocuo avezado en el arte de no dejar hablar o de hacer decir lo que se esperaba: formas de una misma farsa.

No es éste el caso del libro de Marco Antonio Campos, poeta en modo alguno ajeno al género coloquial (De viva voz, Literatura en voz alta y El poeta en un poema son libros previos donde se dio a conversar con escritores) pero en absoluto absorto consorte del oficio de adular al entablar una entrevista, que es siempre un trasunto de la intimidad. El poeta conversa con diecisiete poetas y otros tantos demiurgos del arte de narrar o pintar o hacer historia o interpretar música. Que la exacta mitad de su atención recaiga en orfebres de su oficio es hasta cierto punto natural. Que la mirada con que los arrope sea poética es un lujo que no le ocurre a cualquier entrevistado. Porque lo que hace Campos en este libro (y, según recuerdo, en los otros que dedicó al género –el tiempo del verbo indica que ya no lo hará más, de acuerdo con lo que apunta en la nota inicial) es supeditar la trama de la vida al esguince de lo imprevisto, la revelación de lo previsible al atisbo de la verdad interior, ésa que sólo descubre el poeta que se apersona frente al entrevistado (y no lo aprisiona), ésa que sólo cede a la sed de ser cómplice del interlocutor (y no su confesor moral).

Y entonces lo que cuenta (esto es, lo que narra, pero también lo que vale) en Respondo por lo que digo es la manera como el autor lleva a su huésped intelectual a descubrir, durante la entrevista, lo que acaso nunca había columbrado de esa manera. Sobran los ejemplos de este hallazgo de minería mental, pero destaco cómo Juan Bañuelos reconoce, conversando con Campos, que “el ritmo que sale de mis versos proviene de los golpes que daban mi padre y sus ayudantes sobre el yunque” (eran forjadores de hierro en la selva lacandona), y la manera en que hace decir a Bonifaz Nuño, reconocido grecolatinista, que su “cultura no está en la Venus de Milo sino en la mal llamada Coatlicue, la que siempre que veo me habla en mi idioma y me dice lo que soy”. Ambas son apenas imágenes entrevistas en las conversaciones reunidas en el libro, pero al mismo tiempo constituyen la tónica del quehacer coloquial de Marco Antonio Campos, para quien la poesía, su tarea natural, es una herramienta de acercamiento a la naturaleza esencial, al núcleo del trabajo de treinta y cuatro artistas que, a la lupa de sus precisas preguntas (si algo es un poeta es un artista de la exactitud), nos dejan ver, si no la clave del enigma de su obra, por lo menos las esclusas que abrieron paso al torrente de su creatividad.


El último Tabucchi

Miguel Barberena


El tiempo envejece de prisa,
Antonio Tabucchi,
traducción de Carlos Gumpert,
Anagrama,
España, 2010.

El italiano Antonio Tabucchi, nacido en 1943, muerto el pasado 25 de marzo en Lisboa, fue un escritor de primera magnitud. Empezó su carrera con dos novelas hoy relegadas –Piazza d’ Italia (1975) e Il Piccolo naviglio (1980)–, pero pronto descubrió la verdad y se orientó hacia el cuento -il racconto-, género donde alcanzó su mejor escritura. Su primer libro de cuentos, El juego del revés (1981), fue una revelación; para el segundo, Pequeños equívocos sin importancia (1985) se le comparaba con Borges.

Podía acercarse a la novela, pero siempre de puntillas y como no queriendo: Nocturno hindú (1984), su clásico de esta época, es más un cuento largo, una nouvelle; Dama de Porto Pim (1983), el diario de un viaje imaginario y real a las islas Azores –un “artefacto literario”, como dicen los editores.

En los años noventa, el cuentista perfecto se desvió del camino hacia la novela de muchas páginas. Y no sólo eso: al subgénero de la novela política de denuncia, en este caso contra el fascismo y la censura. Todo un bestseller… La novela, Sostiene Pereira (1994), ambientada en la Lisboa de los años 30, se adaptó al cine, con Marcello Mastroianni en el estelar. ¡Tabucchi superstar!

El éxito lo hizo reincidir: La cabeza perdida de Damasceno Monteiro (2004), es otra novela de fondo político, una secuela de la anterior (ahora ambientada en Oporto). Con Tristano muere (2004) – su novela sobre la historia moderna de Italia, del fascismo de Mussolini a la telebasurocracia de Berlusconi– cerró su trilogía engagée.

El Tabucchi tardío regresó al racconto. Su último libro publicado  –ya vendrá la obra póstuma– recoge nueve relatos bajo un título que es todo un manifesto del arte tabuccheano: El tiempo envejece de prisa (Ed. Anagrama, 2010.)

La expresión viene del presocrático Critias (“Persiguiendo la sombra, el tiempo envejece de prisa”),  y el primer cuento empieza con un poema de la polaca Wislawa Szymborska, que da el tono de las cosas: “Le pregunté sobre aquellos tiempos en que éramos aún tan jóvenes, ingenuos, entusiastas, tontos, inexpertos. Algo de eso ha quedado, excepto la juventud.”

El tiempo –y en especial el tiempo pasado– fue siempre el elemento de Tabucchi. Lo es de sobremanera en esta última obra. El “pretérito perfecto”, como él lo dice. Desde las primeras páginas de este libro, tenemos a un escritor “enfermo de literatura” que se abisma en “las arenas de la memoria” y “el pozo de los recuerdos.”

La otra Europa, la oculta detrás la “cortina de hierro”, es la que ahora interesa a Tabucchi. Sus cuentos tienen como escenario Bucarest, Kosovo, Berlín, Varsovia…

El escritor mediterráneo se tornaba aquí paneuropeo e internacionalista. Como se debía en un autor que había logrado renombre mundial, al grado que se le mencionaba para el premio Nobel. Era el representante italiano en el dream team del “estilo internacional” que define al mercado de la narrativa de hoy día, los Murakami, Pamuk, Vila-Matas, McEwan…

A Tabucchi lo introdujo en México en los años ochenta Sergio Pitol, maestro en el manejo del “relato dentro del relato”, una técnica que perfeccionó el escritor mexicano de origen italiano y que llevó al extremo el italiano de alma portuguesa (fue enterrado junto a la tumba de su querido Fernando Pessoa).

Como Pitol, Tabucchi narraba desde los malentendidos, las zonas de sombra, las realidades soñadas, el falso recuerdo, o como lo dice la narradora del primer relato del último libro, titulado “El círculo”: “Un recuerdo, que no era un recuerdo, sino el recuerdo de un relato”.

La prematura muerte de Antonio Tabucchi, a los sesenta y ocho años de edad, de un cáncer, deja un vacío en la buena literatura del mundo. Será extrañado.



Xolo,
Mardonio Carballo, Pablo Villa y Olivier Dautais,
Pluralia,
México, 2012.

A Carballo se le deben los textos, a Villa la música y a Dautais las ilustraciones de este volumen, pequeño solamente por lo que hace a sus dimensiones físicas. Libro y disco, disco y libro en náhuatl y en español, para que el deleite sea doble y entre por los ojos pero también por los oídos. Mardonio, conocido promotor y defensor de nuestras culturas aborígenes, disfruta y nos hace disfrutar con estas nuevas plumas de la serpiente que, desde hace ya varios años, gracias a su labor incansable nos regalan su brillo y su vuelo.



El futuro no será de nadie,
Óscar de la Borbolla,
Plaza & Janés,
México, 2011.

Imposible no estar de acuerdo con lo que, se dice, postula el autor de esta novela tanto aquí como en sus libros anteriores: “que los asuntos más profundos y oscuros del pensamiento y de la vida no tienen por qué ser ajenos al gozo, a la claridad ni a la ironía”. Académico y narrador, De la Borbolla ha sabido moverse con soltura de uno a otro en ese par de mundos que, para otros, resultan irreconciliables, como queda manifiesto en esta “radiografía de la crisis de los amantes posmodernos”.



No duerme nadie por el cielo,
Felipe Varela,
Editorial Praxis,
México, 2011.

Celebración de insomnios y Mundanzas de mediosueño –así, con una ene de “mundo”– son los dos grandes apartados de este poemario que, rilkeanamente, pero también acorde con lo que Cocteau aconsejaba, busca en la noche ojos adentro, en la vigilia, las palabras para decir el mundo y entenderlo. La Celebración... se divide en treinta poemas, entre los cuales hablan el agua, la certeza, lo efímero, gatos, cuervos, ventanas rotas y otros insomnios; por su parte, las Mundanzas... hablan, en treinta partes, del día de los rostros.