Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 6 de mayo de 2012 Num: 896

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Estudio fotográfico…
Leticia Martínez Gallegos

El poeta es sólo otro
Ricardo Venegas entrevista
con Jeremías Marquines

Bruno Traven,
cuentística y humor

Edgar Aguilar

La ley del deseo en la sociedad de consumo
Fabrizio Andreella

Gilberto Bosques, diplomacia y humanismo
José M. Murià

Puebla, Haciendo Historia
Lourdes Galaz

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Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


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Alonso Arreola
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San Marcos: cacofonía en Cuculandia

Un conjunto aquí. Otro allá. Todos irradiando tarolas, tubas, bajo-sextos a menos de cuatro metros de distancia. Todos sonriendo de cara al cielo. Cervezas por doquier. Sombreros que flotan pegaditos, dando pequeños brincos, porque así lo exige la técnica o porque no hay de otra. Porque no hay espacio en las calles que circundan la plaza de toros de Aguascalientes, como cada año, en su mítica Feria de San Marcos. “¡Perdone usted!” Caminando a empujones, también nosotros sonreímos. Nos causan gracia las hileras de amigos que serpean en fila india, la mano de uno en el hombro del otro, encadenados para no perderse en el torbellino de carne. Pisotones. Nos divierte sentirnos tan fuera y tan dentro de un ambiente que apuesta por sofocar el aire a base de cacofonías imposibles.

Testigos del río que somos, fluyendo en múltiples sentidos, los clientes de los bares y restaurantes que franquean las avenidas también sonríen. No se bajan de sus barcos para nadar entre nosotros. Ellos pagan otro tipo de tragos y platillos. Para su diversión suenan bandas de covers, grupos cubanos o mariachis. Al pie de sus mesas, apostadas en terrazas o cerca de las claraboyas, parejas que se agolpan para danzar con los ritmos que les roban. No importa de dónde venga la música. No importa que no se entienda la música. No importa que sea o no música por su infección de otras músicas. No afecta que el todo cancele todo. La cosa es moverse y sonreír. Al carajo la luz del día, la batalla por el pago de una renta o la promesa de políticos incumplidos. Esta masa de agua sabe que la felicidad de la feria no se la quita nadie. Mucho menos el silencio.

Rotos, heridos, los saxofones de algunos viejos piden a gritos que los atendamos. Caminamos hacia ellos. Nos recuerdan al músico solitario del DF que, acompañado por algún niño que recolecta monedas en su gorra, rasga la luz de los domingos (no importa si es lunes o miércoles) con un corrido inteligible en sus metales. Ellos no sonríen nunca, es cierto, pero el timbre de la lengüeta gastada y la falta de ensayo se instalan también en la poesía. Lastiman sembrando unísonos, cosechando microtonos, impulsando el giro de esa pareja que sostiene a mandoble una botella de tequila. “Permiso, permiso, muévanse, muévanse.”

Tinglados tricolores se aparecen en distintos puntos. Peña Nieto ha venido hoy a sonreír también, colapsando una ciudad ya colapsada. Claro, sus labios son de pasta rígida en donde gubias y pinceles hacen lo posible por invertir las falsedades. La policía, diluida en el gran caldo, intenta contener los meandros humanos con su presencia. Apresan a un borracho, luego lo avientan a un lado: “Ándele cabrón, ya lléguele a la chingada.” Claro, se ríen como todos ahora que pueden burlar la norma y aflojarse tres orificios el cinturón. De pronto, alguien nos toca el hombro: “Ayúdenme”, dice el beodo con la testa en elipsis. “Quiero contactar a mi hermano que se fue a España.” Guardamos silencio, vencidos por el surrealismo. “Enséñenme a usar el Facebook. No entiendo… ¿Qué carajos es eso?”

Oscilando por el roce permanente de los miles que nos rebasan, pensamos: “Facebook, Youtube, Twitter… son lo contrario a esto.” Aquí el flujo es real. Aquí los “toques” traen consecuencias. Aquí los brindis suenan y saben. Aquí el caos es siempre una oportunidad para encontrar el orden propio, para alimentar el placer, para embarrarse, untarse en el ser ajeno lejos de la comodidad computarizada. Aquí… el ruido, el sonido. Aquí unos tacos. Un mojito por allá. Una chela. Un tequila. En la plazuela donde el matador metalizado cumple faena, impávido, más y más músicos lucen sus camisas bordadas, uniformes-anzuelo para los ojos de quienes traen ganas de corrido, de polca, de bolero… No importa que deban acercar su oído hasta la boca de quien canta. No se oye nada porque se oye todo. La cosa es estar. Pasar lista. Renunciar.

Bien entrado el inicio del nuevo día, nos hallamos en una carpa aislada, erguida al final del parque San Marcos. Allí, varios músicos tocan fuera de tiempo y tono mientras un joven sin oreja le pega al güiro. Todos sonríen. Al frente, una mujer de cabello oxigenado canta tan mal como Yoko Ono en el Fillmore palomeando con John Lennon y Frank Zappa. Todos sonríen. El bajo suena más que el resto de los instrumentos. La plumilla de su intérprete denuncia una técnica paupérrima. Todos sonríen. La música cumple su cometido milenario. Todo funciona sin rigores estéticos que, a esta hora del diablo, nada pueden importar. Suena tan mal que suena bien. No es esnobismo. Es lo que es: mano que tañe, sonido que vuela y cuerpo que siente. Jóvenes tatuados que bailan tambaleantes, intercambiando prostitutas tras la valla que les impide el paso a ese congal improvisado que de pronto exclama contra la catedral:  “¡Bienvenidos a Cuculandia! No te metas con mi Cucu.” Sonreímos, ya sin nombre ni apellido.