Opinión
Ver día anteriorJueves 1º de marzo de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El Presidente en campaña
L

as campañas electorales tienen la finalidad de ganar la simpatía de los ciudadanos, para que éstos voten por determinado candidato. Pero esa obviedad a veces es relativa o muy discutible. Las elecciones resuelven la cuestión de quién debe gobernar, pero ningún candidato a la Presidencia está solo en el empeño, aunque por razones prácticas la propaganda se reduzca a poner de relieve ciertas hipotéticas cualidades de la persona o imágenes fabricadas con el propósito de vender un producto en el mercado. Se supone, sólo se supone, que detrás de los nombres sonrientes, multiplicados por la propaganda, más allá de las ambiciones personales, hay ideas, partidos, organizaciones, causas, programas y, claro, intereses. Por eso es importante la política.

Al final del juego, lo que importa es ganar la mayoría. No importa si el vencedor es el más capaz o el menos deshonesto: basta con tener más votos para salir triunfante. Ese es el principio democrático por excelencia, aunque a muchos nos parezcan cuestionables los métodos de los que se valen las fuerzas políticas para fabricarse las mayorías, los cuales, dicho sea de paso, no son idénticos en unos países que en otros, al menos en dos cuestiones clave: el peso y el origen del dinero en la promoción del voto y el papel de los grandes medios en la formación de las preferencias electorales. En cualquier caso, la pregunta subyacente es para qué ganar, y eso remite sin remedio a los fines, a las visiones del presente y el futuro, al programa y a los intereses que indefectiblemente éste sirve.

Como sea, para el ciudadano medio, sometido al rigor de la publicidad política, es difícil saber qué es lo que está dirimiéndose. De ahí el desánimo general, la convicción –interesadamente promovida desde los poderes fácticos (veánse, por ejemplo, posturas mediáticas y consejas eclesiásticas)–, de que toda política es corrupción, la idea de que no hay a quién irle, el desinterés que anula el voto pero no impide que gane el más fuerte. Y, sin embargo, la lucha por el poder es real, tan real como las consecuencias de que venza una u otra opción. Esa es la razón para no desperdiciar el voto. No se puede negar, por ejemplo, que detrás de la izquierda está un conglomerado de fuerzas muy diversas que surgen a la palestra para oponerse al curso seguido por el país en las últimas décadas, incluyendo los años de alternacia. No hay entre ellas unanimidad y, si nos apuramos, son muy importantes las divisiones, los resquemores y las desconfianzas mutuas, pero al final todas se necesitan para impulsar una visión más equitativa, popular, del desarrollo nacional, es decir, el programa de reconstrucción nacional que el siglo XXI plantea como desafío a los ciudadanos de hoy.

La jugada del gobierno –desde el inicio del sexenio– ha sido y es excluir a la izquierda de toda posibilidad de ganar la Presidencia (a lo cual han servido sus propios errores). No quieren otro 2006. Es tal la fobia que les causa la sola idea de una izquierda fuerte, competitiva, capaz de gobernar, que recurren a todas las estratagemas a su alcance para darle vida al orden bipartidista, que fue siempre la aspiración estratégica del panismo. Por eso no me parece un error del Presidente la exhibición de espíritu de partido ante una audiencia de ricos privilegiados. Ciertamente está, y seguirá, en campaña. Para subir a su candidata refuerza, aunque sea falsa, la visión de la pugna bipartidista. Actúa como si no supiera por qué en México, un país donde el Presidente hacía y deshacía a su antojo, no se considera parte de la normalidad democrática que el Ejecutivo sea, a la vez, vocero de la candidata de su partido. ¡Qué pronto olvidaron Fox y Calderón la queja histórica contra el intervencionismo presidencial como punto de partida para darle certeza a las elecciones y autonomía a su organización! Por desgracia para ellos, así como para sus ideólogos, México no es Estados Unidos, aunque en muchas cuestiones nuestra realidad se parezca a su caricatura. Pero tampoco es el país de la normalidad constitucional, democrática, imaginado en los discursos sobre el estado de derecho de nuestros legisladores.

No le puedo pedir a Calderón que se mantenga imparcial, pero sí se le debe exigir que en materia electoral acate la ley como todos y, en particular, que no disponga de recursos públicos para favorecer a sus candidatos. ¿En verdad, puede extrañar que use una encuesta amañada para decir que su candidata está a punto de tomar la delantera, o que al día siguiente, visto el escándalo, haga un acto de contrición democrática con disculpas al PRI? Más que la ley, invocada pomposamente por el PRI para luego callar, es la mercadotecnia la que dicta el verbo presidencial. La verdad, no deberíamos hacernos ilusiones con un Presidente que llegó arañando los votos gracias a los dados cargados de Fox y consiguió imponer el miedo cerval entre las clases medias para rechazar a López Obrador. Si es tan obvia la ventaja de Josefina en las encuestas, ¿entonces a qué viene tanta inquina con el tercer lugar, a qué los rumores sobre la presunta enfermedad de Andrés Manuel, la cantaleta sobre la edad del gabinete anunciada por los chistoretes tuiteros, en fin, la rumorología esparcida por la caja idiota, pero santificada por la sagacidad en tinta verde de los think tanks que ponen la agenda del gobierno (¿o a la inversa?)?

Cuando empiecen de verdad las campañas presidenciales, habrá que preguntarles a los candidatos del PAN y el PRI qué proponen para cambiar el rumbo del país, para adelantar un proyecto que sirva a la transformación de México. Pero algo es cierto: el bipartidismo no representa a la nación.