Editorial
Ver día anteriorMiércoles 25 de mayo de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Descomposición institucional y palabras vacías
E

n el contexto de un encuentro con empresarios españoles residentes en México, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, afirmó ayer que la gente no confía en las policías ni en la administración de justicia porque sabe que hay cadenas de complicidad o por lo menos de cobertura y corrupción que recorren esas instancias. Horas antes, en el acto de promulgación de la nueva Ley de Migración, celebrado en Los Pinos, el político michoacano lamentó que puedan existir autoridades que participen en actos de violación de derechos humanos o que, incluso, se coludan con los delincuentes; sostuvo que en el Instituto Nacional de Migración (INM) las cosas están funcionando mal, y presentó la nueva legislación como una solución al respecto, pues establece obligaciones muy claras de coordinación a las autoridades de los tres órdenes de gobierno, para la persecución y prevención de los delitos contra los migrantes.

Así, a más de cuatro años de iniciada la actual administración, y ante los saldos desastrosos –particularmente en los terrenos de la seguridad pública y el control migratorio– que han arrojado las medidas de combate policiaco-militar en curso contra el crimen organizado, el jefe del Ejecutivo federal empieza a admitir la existencia de cadenas de corrupción en los aparatos policiacos y de administración de justicia; reconoce que algo funciona mal en la dependencia encargada de regular el flujo de migrantes, y descubre, en suma, que hay un proceso de descomposición que ha minado la fortaleza de las instituciones.

La aceptación de esos problemas, así sea en forma tardía, podría ser un acto procedente y hasta meritorio siempre y cuando se haga con un propósito esclarecedor y con un fin correctivo: lo dicho ayer por Calderón, sin embargo, lejos de aclarar plantea nuevas interrogantes y puntos oscuros: cabe preguntarse si el propio declarante sabía del referido proceso de descomposición institucional hace cuatro años, cuando inició su gobierno, y, si es así, por qué decidió emprender, en tales condiciones, una guerra contra el narcotráfico que ha costado decenas de miles de muertes y ha provocado mayor desgaste al conjunto de la institucionalidad del país.

Es dable suponer que, de haber atendido ese deterioro a tiempo, habrían podido evitarse muchas de las 40 mil muertes violentas ocurridas en el contexto de las pugnas entre cárteles o entre éstos y las corporaciones de seguridad pública; habría podido prevenirse en alguna medida la erosión de instituciones clave para la seguridad nacional, como las policías, las fuerzas armadas y el propio INM, y se habría atenuado, al menos, la pesadilla que viven los extranjeros que transitan por nuestro territorio con el propósito de alcanzar el de Estados Unidos.

Por otra parte, los señalamientos de Calderón han de sumarse a los formulados por el titular del INM, Salvador Beltrán del Río, quien en entrevista con este diario afirmó que el proceso de depuración en marcha representa la última oportunidad del organismo que encabeza para alcanzar su transformación, si no es que debamos ya de plano de hablar de un nuevo instituto. Tales declaraciones ponen en perspectiva un hilo de continuidad en las prácticas de los últimos gobiernos federales priístas y panistas: tras someter a las instituciones públicas y a las empresas paraestatales a malos manejos administrativos, y tras contribuir, así sea por omisión, a que surjan en ellas la corrupción y la opacidad, la lógica oficial no encuentra otra ruta de acción que desaparecerlas o, en el caso de compañías como Pemex y la Comisión Federal de Electricidad, porfiar en los intentos por privatizarlas.

Tal perspectiva obliga a recordar que las instituciones no son buenas ni malas en sí mismas; en todo caso, son susceptibles de buenos y malos manejos por parte de quienes las administran, y para resolver su deterioro actual no se requiere tanto de nuevas leyes como de la voluntad de cumplir las existentes y de un reconocimiento autocrítico y honesto de los problemas, de procesos de depuración y moralización de las oficinas públicas y, en su caso, de las sanciones administrativas o penales correspondientes que pongan fin a la corrupción y a la extrema discrecionalidad con la que operan los altos funcionarios públicos.