Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 27 de marzo de 2011 Num: 838

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Salvador Elizondo:
el último proyecto

Roberto Gutiérrez Alcalá

Nobody
Febronio Zatarain

Arto Paasilinna:
el revire finlandés

Ricardo Guzmán Wolffer

Frutos de la impaciencia
Ricardo Yáñez entrevista
con Ricardo Castillo

La Tierra habla
Norma Ávila Jiménez

La brevedad en el
tiempo postmoderno

Fabrizio Andreella

Metafísica de los palillos
Leandro Arellano

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Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


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Bibiano en su laberinto

Es personaje pintoresco. Podrían haberlo inventado Élmer Mendoza, para que lo hiciera rabiar el cinismo duro del Zurdo Mendieta, o Paco Ignacio Taibo II, para que Belascoarán Shayne redivivo tuviera un nuevo némesis, o pudo haber escapado, villano alambicado y adalid de guerra sucia y represión, de Los símbolos transparentes, de Gonzalo Martré, hoy tan en injusto olvido. El problema, que a su vez se inscribe en el galimatías que desconstruye esta nación, es que no se trata de un personaje de papel, sino de un policía de carne y hueso, de crueldad y disciplina militar –su padre el ejército, su madre la patria, gusta decir con retórica de lo más etwas verkitschen–, de sangre fría y de pólvora, mucha pólvora, y además de un profundo desprecio por la vida humana, sobre todo la de quien él considera enemigo, transgresor –para usar esa jerga a la que son tan aficionados los militares– o simple delincuente. Su método, dice con desparpajo, es el juicio sumario. No ha proclamado regodearse en la tortura, pero a estas alturas, ¿quién puede afirmarlo sin escaldarse? A fin de cuentas, se nos dice, está en eso de los convoyes, los operativos y las balaceras para protegernos a nosotros, inermes civiles que, por cierto, no somos santos de su devoción. Ya antes de la estupenda entrevista que le hizo Sanjuana Martínez, el general retirado Carlos Bibiano Villa, entonces todavía secretario de Seguridad Pública en Torreón, había dado de qué hablar en la prensa, nacional e internacional. Ya antes tuvo roces con la gente por su rudeza cuando no franca majadería. Ya antes dijo que es la sociedad civil, y quizá para desgracia nuestra no ande tan errado, la gran culpable del auge del crimen organizado en México. Algo sabrá de lo que dice, que deja sospechar atisbos, a la menor provocación de cámara y micrófono, del mecapal que carga llenecito de calacas.

Nadie pone en duda su convencimiento doctrinal ni su disposición. Carlos Castañón Cuadros, en su columna de Milenio Torreón, relata que el general “abrió” al público dos números de teléfonos celulares que contestaba personalmente para recibir denuncias. Bragado y sin remilgos, sin embargo el general Bibiano no dio grandes resultados. En mayo de 2010 el Grupo Empresarial de La Laguna, que aglutina a los principales empresarios de la región, exigió su dimisión porque, a pesar de operativos rudos y declaraciones controversiales, los saldos de su gestión arrojaban más continuismo y fracaso que éxito: los delitos del fuero común aumentaron, la violencia se desató como nunca y lo más importante: el narcotráfico y su violenta parafernalia no fueron ni neutralizados ni debilitados. En medio de las declaraciones de alto octanaje mediático que caracterizan a don Bibiano Villa, su traslado a la dirección de la seguridad pública de Quintana Roo signa un mal disimulado fracaso en el norte del país.

El asunto no es Bibiano Villa ni sus escandalosas, tácitas confesiones de posibles ejecutados por él y por sus hombres que entonces más que policías forman filas en escuadrones de la muerte, sino cuántos como él puede haber en las corporaciones policíacas del país, puestas en entredicho ante el poder corrosivo y prevaricador, ya por axioma cruel de “plata o plomo” con que la delincuencia organizada busca permear corporaciones y estamentos, ya por la abierta confrontación de los cárteles de la droga y sus socios o simples imitadores. Lejos del soldado ideal que preconizan los anuncios del gobierno fracasado de Felipe Calderón, la improvisación de militares en las policías del país supone una irónica encerrona: si la policía es corrupta y por ello poco confiable, sustituirla por la dureza de los militares, su evidente incapacidad de relacionarse con la sociedad civil –y el profundo desprecio que ésta, a pesar de ser mayoría y origen de su misma existencia como fuerzas armadas, parece inspirarles–, entrampa peligrosamente la manera de relacionarse el gobierno con sus gobernados. ¿Cuántos Bibianos hay en las policías, además de los que lógicamente albergan los cuarteles, que consideran una debilidad presentar a un detenido ante el Ministerio Público en lugar de escabecharlo?

La brutalidad otorga miedo, no respeto. El inmoral afán de Calderón de trucar legitimidad por efectismo nos ha convertido el oficio policial en Minotauro, la vida en sociedad en un laberinto, y no se ve que vayamos a tener pronto el auxilio de un ingenuo Teseo, ni la hebra del ovillo de esperanza con que una providencial Ariadna pudiera sacarnos de aquí.