| 
 Portada 
Presentación 
Bazar de asombros 
      Hugo Gutiérrez Vega 
Salvador Elizondo: 
  el último proyecto 
  Roberto Gutiérrez Alcalá 
Nobody 
  Febronio Zatarain 
Arto Paasilinna: 
  el revire finlandés 
  Ricardo Guzmán Wolffer 
Frutos de la impaciencia 
  Ricardo Yáñez entrevista 
  con Ricardo Castillo 
La Tierra habla 
  Norma Ávila Jiménez 
La brevedad en el 
  tiempo postmoderno 
  Fabrizio Andreella 
Metafísica de los palillos 
  Leandro Arellano 
Leer 
Columnas: 
        Jornada de Poesía 
        Juan Domingo Argüelles 
        Paso a Retirarme 
        Ana García Bergua 
        Bemol Sostenido 
		Alonso Arreola 
        Cinexcusas 
		Luis Tovar 
        La Jornada Virtual 
		Naief Yehya 
        A Lápiz 
        Enrique López Aguilar 
        Artes Visuales 
		Germaine Gómez Haro 
        Cabezalcubo 
		Jorge Moch 
        
		  
   Directorio 
     Núm. anteriores 
        [email protected]    
   
   | 
    | 
  
       
	
  
     
      Ilustración de Juan Gabriel Puga | 
   
 
	Metafísica de 
	  los palillos 
	Leandro Arellano 
	
	En todas partes la ceremonia se  halla en el origen de las civilizaciones, y entre los orientales constituye  parte central de la vida cotidiana. Uno de los libros sagrados de la cultura  china está dedicado a los ritos, que se aprenden en el seno familiar y en la escuela parvularia. La tendencia al orden y a la formalidad  se arraiga desde la infancia entre los  pueblos amarillos, donde todo acto se torna en solemnidad, la acción  menos trascendente muda en protocolo y  cualquier saludo conlleva reverencias elaboradas.  
	Vietnam, Corea y Japón heredaron de China  no sólo la filosofía, religiones, cultura y la afición comercial, también  emularon los ritos, la caligrafía, la escritura y los principios culinarios.  Aprendieron a razonar como los chinos, cuyo  pensamiento procede como en espiral y  no tanto de modo lineal o dialéctico  como en Occidente, igual que se instruyeron en las artes manuales y en  el ceremonial.  
	Todos ellos, sin embargo, a la hora de  comer no se embarazan como en Occidente, con  una ancha hilera de cubiertos para su trabajada –ésa sí– lista de  platillos. Les bastan los palillos, los bastoncillos simples, ligeros y  flexibles con que sustituyen a toda cubertería.  
	El chino es  artesano y artesano hábil, posee dedos de violinista.  Incluso para comer como él hace con dos palillos, es necesaria cierta  habilidad. Palabras más, palabras menos, así caracterizaba Henri Michaux su  asombro ante los palillos chinos y la  ingeniosidad de aquel pueblo laborioso.  
	No resulta  fácil precisar la antigüedad de esos delicados instrumentos que prolongan los dedos humanos, pero Herbert A. Giles, en su clásica Historia de la literatura china, anota que hacia el siglo VI AC, los chinos ya se sentaban en sillas  y comían a la mesa, comían en platos y en vasijas de barro. Es concebible que los palillos debieron inventarse en  tiempos no anexos a esa época.  
	El ser humano  crea en su andar aquello que necesita. El antecedente  de los cubiertos son las manos. Hay pueblos que aún mantienen ese hábito. Desde luego, en el noreste de Asia suelen preparar  su comida en trocitos, incluso el arroz se cocina de forma tal que puede ser  llevado a la boca con los palillos, cuyo nombre en chino, kuaizi, significa los objetos de bambú para comer rápido.     
	Lunares y esbeltos como la oriental  topografía femenina, están hechos de madera y  bambú la mayoría, pero los hay  también de jade, hueso, marfil, metal y de plástico. Dado el carácter refractario  de ese mineral el emperador los requería de plata, ante el temor de un  envenenamiento.  
	Los más comunes, los de bambú, son baratos,  fáciles de elaborar y no desvirtúan el sabor de los alimentos. Una leyenda asegura que son incorruptibles. Los coleccionistas tienen predilección por los laqueados que  fabrican los japoneses, y las mujeres imaginativas los convierten en broches  para el cabello.    
	Su factura y diseño varían, igual que la  forma y el tamaño. Los chinos los prefieren de madera y largos: están hechos para  compartir desde el centro de la mesa. Los japoneses  son más cortos, para comer en platillos individuales. Más cortos también, pero  de metal, son los favoritos de los coreanos, quienes los complementan con una  cuchara alargada.  
	Para manejarlos  hay que ejercitarse; la  facilidad se adquiere en  este como en otros  órdenes de la vida, a base de aplicación y ejercicio. Su dominio equivale al sopeo que hacemos nosotros con la tortilla y los indios con su pita.  
	Se calcula que  los chinos consumen  cuarenta y tres millones de árboles cada año para  fabricar sus palillos... La necesidad es una fuerza que supera a los dioses, ni  qué.    
	Una práctica  china tan antigua no  podía carecer de reglas  elementales de etiqueta: evitar que toquen la boca, no lamer ni chupar los extremos, no ensartar la comida en ellos, no cortar  comida con ellos, no... Tampoco la superstición está ausente de su uso:  clavarlos en el arroz es de  mal agüero, como es un mal presagio que caigan al suelo.  
	En el centro  de los valores estéticos y culturales de aquellos pueblos se encuentran la contención y la brevedad. La estructura espiritual de Oriente inclina a la  meditación y ésta inunda  todos los aspectos de la vida, incluyendo la alimentación. La comida japonesa, escribe Junichiro  Tanizaki en su sabio libro Elogio de la sombra, está hecha más para admirarse –y meditarse– que para su consumo.  
	Los orientales gustan de los horizontes lejanos, aquello que se halla a  la distancia y no podemos tocar.
	  
	 |