Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 27 de marzo de 2011 Num: 838

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Salvador Elizondo:
el último proyecto

Roberto Gutiérrez Alcalá

Nobody
Febronio Zatarain

Arto Paasilinna:
el revire finlandés

Ricardo Guzmán Wolffer

Frutos de la impaciencia
Ricardo Yáñez entrevista
con Ricardo Castillo

La Tierra habla
Norma Ávila Jiménez

La brevedad en el
tiempo postmoderno

Fabrizio Andreella

Metafísica de los palillos
Leandro Arellano

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Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


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Hugo Gutiérrez Vega

Recordando a Eduardo Suárez

Don Eduardo Suárez era, en el mejor sentido del concepto, un hombre de su tiempo. Había llevado una vida plena, alegre, trabajadora y, ya cerca de los ochenta y cinco años, cumplió su última tarea en el Servicio Público: embajador ante el Reino Unido. Fui su consejero cultural y compartí con él largas, entusiastas, aleccionadoras tardes de plática bien sazonada con sus recuerdos y enriquecidas por una memoria especialmente ordenada y selectiva. Me hablaba de sus funciones como secretario de Hacienda de nuestro estadista mayor, el general Lázaro Cárdenas; de sus arduas negociaciones en los días gloriosos de la expropiación petrolera, de su amistad con Cordell Hull y con el astuto y cordial embajador Josephus Daniels, de sus constantes viajes a Washington, de las compañías petroleras y de sus abogados mexicanos, del libro que El Águila, la firma británica encargó al gran novelista Evelyn Waugh. Se titulaba Robbery Under the Law y tenía como único objeto desprestigiar al gobierno y al pueblo de México, y defender los derechos (sic) de la compañía británica. Waugh, arrepentido de haber vendido su pluma a los empresarios colonialistas, devolvió el generoso estipendio que le habían dado y retiró el libelo de los estantes de las librerías británicas.

Don Eduardo sabía administrar muy bien su tiempo y armonizaba el trabajo con los placeres y la lectura que, a lo largo de los años, le otorgó una cultura enciclopédica. Algunos días sonaba el teléfono en mi destartalada oficina de Halkin Street. Era el embajador que no tenía invitados a comer. “Me amenazan con calabacitas”, me decía y me invitaba a comer para que la excelente cocinera y amabilísima dama que era doña Lucha, su esposa, confeccionará un menú más interesante. Por esos años la embajada mexicana era famosa por sus comidas y por la hospitalidad delicadísima de los embajadores. Doña Lucha hacia un sublime mole negro y, a falta de pulque, lo acompañaba con una champaña muy seca. Su pato pekinés tenía título de ilustre y en alguna ocasión muy especial sirvió chiles en nogada. Sin embargo, su fuerte era la comida de todos los días: fideo seco con queso y chorizo frito, sopa de poro y papa, lentejas con plátano, frijoles refritos en manteca de cerdo, unos opulentos huevos motuleños y, los domingo primeros de cada mes, carnitas, salpicón, cochinita pibil, pámpano empapelado o barbacoa de carnero. Los mercados trinitarios y jamaiquinos de la ciudad surtían su despensa con una buena variedad de condimentos y frutos caribeños y el correo aéreo le permitía tener alimentos mexicanos frescos. Recuerdo a Sir Harold Thompson, presidente de la Royal Society sentado a la mesa oficial y devorando con placer un plato de chilaquiles verdes. Con frecuencia me pedía que lo invitáramos a comer delicias mexicanas. Era, además, un especialista en cerveza y gustaba de la emblemática Victoria.

Un día me contó don Eduardo que, ya cansado de la vida demasiado modesta del funcionario público, y deseoso de gozar de los alimentos terrenales, renunció a la burocracia y abrió su poderoso despacho legal. Fue entonces cuando se enriqueció elegante y moderadamente. Su nueva situación le permitió recorrer el mundo, aprender todo lo que se puede aprender de vinos, licores y comidas de todos los países. Por otra parte, seguía leyendo infatigablemente a sus amados ingleses, Thackeray, Dickens, Galsworthy (Soames, el man of property por excelencia, era su personaje predilecto) y a sus santos franceses, Balzac y Flaubert.

Pienso en el viejo y sabio embajador, en el probo funcionario que para ganar dinero abandonó el servicio público, en el especialista en vinos, en el charlista ameno y erudito, en el embajador amable que ya vivía los buenos momentos descritos por Cicerón en su De senectute.

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