Opinión
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Carlos Monsiváis
D

isfrutamos de Monsivás quizá como en su tiempo los privilegiados lectores de Quevedo, Ignacio Ramírez o Guilllermo Prieto se beneficiaron de su presencia, acaso sin ser del todo conscientes de la trascendencia de esa enorme obra diversa y dispersa, que en Carlos es ubicua, abarcante, filosa, informada y eficaz, revisada a mano con pulcritud y reconocible calidad. Tocada por la erudición o marcada por la urgencia del instante eléctrico que rasga el aquí-no-pasa-nada, Carlos convierte la crónica periodística en el espacio de encuentro o afirmación donde se reconocen (nos reconocemos) los nuevos sujetos mexicanos, en una fuente cotidiana de buena literatura que ayuda a públicos otrora inimaginables a iniciar o completar, a través de más de medio siglo, su formación artística, política o moral definitiva. Junto a las investigaciones eruditas que ya resultan indispensables, Carlos une en un solo torrente creador su peculiar literatura de combate, emparentado con la tradición liberal, la interpelación continua de una realidad que a todas luces es y le parece injusta. Ya vendrán los estudios, las antologías, los debates en torno a sus indiscutibles aportaciones en campos como la poesía, el cine, la cultura popular in extenso, por citar algunos aspectos sobresalientes, pero en sus libros publicados nos aguardan ensayos plenos de lucidez, la constatación de que a él tampoco nada del mundo le era ajeno. Allí está con toda su frescura, inteligencia o enciclopedismo ese mexicano excepcional al que hoy lloramos.

Monsiváis se diverte cuando escribe, pero en los momentos duros se arriesga, inclaudicable, ante el poder; escribe textos fundamentales para salir de la barbarie en ciernes, como las crónicas fundacionales del 68, publicadas por la Editorial Era pese a la furia dizaordacista apenas en 1970. Su sentido del humor rechaza la frivolidad al uso: es un acto vivificador de plena libertad y salud mental, una provocación irrefutable ante la cual sus víctimas se quedan petrificadas, mudas, titubeantes. La antisolemnidad es, a su modo, una forma inusual de guerrilla política y moral (Pitol dixit), no una fuga para eludir las cuestiones sustantivas que Monsiváis identifica con las causas de izquierda, no por doctrinarismo (que le repele), sino porque en ellas se expresan sentimientos, necesidades, aspiraciones de los que prácticamente han sido despojados de todo. Ante el patrioterismo estridente, Monsiváis reclama una lectura a fondo de lo que fuimos y una propuesta racional, articulada, de hacia dónde queremos ir.

Leyendo a Monsiváis aprendimos a ver y a vivir un México distinto del oficial y nos acercamos a una visión de la izquierda al margen de las cóleras sectarias sobrevivientes a la lenta ruina del estalinismo. Monsiváis se ríe

Leyendo a Monsiváis aprendimos a ver y a vivir un México distinto del oficial y nos acercamos a una visión de la izquierda que, lejos de renunciar a la modernidad, la asimila como parte de su propio proyecto liberador al margen de las cóleras sectarias, sobrevivientes a la lenta ruina del estalinismo. Monsiváis se ríe en su cara del burócrata que en su pequeñez se cree dueño del Estado, de la solemnidad del político arrinconado por los fantasmas de la traición a la honestidad primigenia, virginal; se burla de la arrogancia silvestre del gran empresario, del locutor que intenta hacerle una pregunta inteligente para asegurarse la complicidad que no obtiene, del académico cuya tarea no es otra que replicar en lenguaje técnico lo que el poder balbucea, pero también fulmina al izquierdista enceguecido por el dogmatismo o la intolerancia, al que le resulta inútil revisar la historia o proceder al necesaria ajuste de cuentas con el régimen que ha sacrificado la utopía para instalar el horror.

La genialidad de Carlos Monsiváis, en este punto, no estriba únicamente en su enorme capacidad de extraer la lección moral que le da sentido a las causas perdidas (recuerdo el increíble por adolorido guión elaborado por él para un homenaje audiovisual a Rubén Jaramillo, asesinado unos días antes), causas que a la vuelta de los años ya no lo son tanto ( si atendemos, por ejemplo, al influjo del feminismo, la desestigmatización del sida, o la dificultosa aceptación de la izquierda como un componente legítimo de la democracia), sino en la comprensión de que la pugna por los nuevos derechos civiles, democráticos, es inviable al margen de una visión política que hoy pasa necesariamente por la crítica de la herencia autoritaria, reciclada pero subsistente bajo la ya muy vapuleada victoria cultural de la derecha, la cual requiere, a su vez, de la formación de una conciencia nacional sustentada a su vez en el empoderamiento de la sociedad civil, es decir, en el surgimiento de verdaderas comunidades críticas capaces de influir en el juego político democrático para avanzar en la que vendría a ser la madre de todas las batallas mexicanas: la lucha contra la desigualdad y la pobreza, la exclusión clasista y la discriminación como forma de dominio. En este camino, y sólo apunto el tema, Monsiváis advierte que la regeneración presente y futura de la sociedad mexicana no será viable sin el fortalecimiento del Estado laico que hoy por hoy está amenazado desde varios frentes. Por eso, a la pregunta de ¿qué es la derecha?, Monsiváis responde con una definición inmediata: La decisión de pensar por los demás y de ordenarle a los demás su comportamiento; la usurpación organizada del libre albedrío en nombre de Dios (o de la empresa y el mercado libre) y de esos otros componentes, de la moral y las buenas costumbres.

Monsiváis rompió todas las convenciones hasta convertirse por derecho propio en un personaje popular, quizá el más conocido e influyente –por sus opiniones– de la izquierda contemporánea. Por lo cual es lógico que sea la gente de izquierda, más allá de sus actuales filiaciones, la primera en resentir la muerte del gran escritor como algo propio, irreparable, muy doloroso. Nada nos lo devolverá. Sin embargo, Carlos deja abierta una ancha avenida para la reflexión y la autocrítica que conviene tomar en cuenta. Un primer aspecto es el que se refiere al lugar de la ética en la perspectiva general de las acciones de las distintas izquierdas. Es la indignación moral de los ciudadanos agraviados de mil maneras la que suscita la movilización, el deseo de organizarse, la primera resistencia contra fuerzas muy superiores. Esa es, en definitiva, la razón originaria que la izquierda no puede olvidar sin traicionarse a sí misma. A partir del 68, y luego del 85, Carlos sostiene que el sujeto de los cambios requeridos por el país no es el ciudadano individual sino la comunidad autogestionaria y dispuesta a renunciar al autoritarismo... (que) surge en las colonias populares, en los grupos ecologistas, en los pequeños sindicatos, en las cooperativas de barrio, en las comunidades eclesiales de base, en las agrupaciones campesinas, en las secciones magisteriales. ( Carlos Monsiváis, La izquierda mexicana: lo uno y lo diverso, Fractal n° 5, abril-junio, 1997, año 2, volumen II, pp. 11-28.) Pero Carlos no opone la emergencia de la sociedad civil (o de la izquierda social) al fortalecimiento de los partidos o a la acción electoral, en cambio les exige coherencia, sincronía, un proyecto que le dé un horizonte común a las de suyo multifacéticas expresiones de la acción popular. Por eso apoya con toda energía la campaña de Andrés Manuel López Obrador (como en 1988 la de Cuauhtémoc Cárdenas), así como la resistencia cívica posterior. Sus textos desnudan la hipocresía de la derecha, pero también fustigan los pasos equivocados de la izquierda partidista, incapaz de estar a la altura de los acontecimientos, la indiferencia ante la crítica, la omisión para debatir asuntos de México y el mundo que no se pueden ignorar.

Carlos, nos harás falta.