Opinión
Ver día anteriorJueves 24 de junio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Obama y el laberinto afgano
E

l presidente de Estados Unidos, Barack Obama, destituyó ayer al general Stanley McChrystal, quien estaba a cargo de las fuerzas de ese país y de la OTAN en Afganistán, y anunció que será remplazado por David Petraeus, quien encabezó la misión estadunidense en Irak y actualmente se desempeña como jefe del comando central del ejército del vecino país. McChrystal y varios de sus asesores habían formulado, en entrevista con la publicación Rolling Stone, duras críticas contra el actual ocupante de la Casa Blanca y algunos de sus colaboradores. En respuesta, Barack Obama señaló que el uniformado había mostrado poco juicio en sus declaraciones y lo llamó a rendir cuentas a Washington.

Más allá de la anécdota de una insubordinación militar inaceptable, el episodio refleja las fracturas existentes en el equipo que gestiona la ocupación de Washington en Afganistán y evidencia el potencial nocivo de esa aventura bélica para el gobierno de Obama, justo cuando éste atraviesa por circunstancias problemáticas en distintos frentes: el pasado martes, un juez anuló la moratoria de seis meses impuesta por la Casa Blanca a las perforaciones petroleras marítimas, tras el desastre ambiental ocasionado por British Petroleum en el Golfo de México, y a ello se suman la incapacidad del gobierno estadunidense para aprobar las regulaciones al sistema financiero de ese país, la parálisis en las negociaciones de una reforma migratoria –una de las principales promesas de campaña del hoy mandatario– y la pérdida de simpatías electorales de su partido, el Demócrata, frente a los comicios intermedios de noviembre próximo.

Si bien es cierto que Obama mostró, desde su arribo al poder hace casi año y medio, voluntad de modificar la proyección internacional de su país ante el mundo –como se reflejó con los gestos de distensión hacia el mundo islámico y con los anuncios del retiro de tropas de Irak y el cierre de Guantánamo–, en el caso de Afganistán el político afroestadunidense no se deslindó del espíritu belicista y colonialista que caracterizó a su antecesor, y antes bien lo acentuó: a los señalamientos formulados en su discurso de investidura sobre la necesidad de forjar en Afganistán una paz duramente ganada, siguió una actitud tibia ante los ataques recurrentes de las fuerzas invasoras en contra de supuestos objetivos talibanes que han dejado un indignante saldo de inocentes muertos y heridos. Por añadidura, la Casa Blanca respaldó unas elecciones deslegitimadas de origen –por haberse realizado bajo ocupación militar–, y a tales errores siguió, en diciembre pasado, el anuncio de una nueva estrategia que consiste en reforzar la ofensiva contra las milicias islámicas para lograr una conclusión exitosa de la guerra e iniciar el retiro de tropas en junio de 2011.

A la luz del reciente escándalo por las declaraciones de McChrystal, es claro que el empeño de Obama en continuar la ocupación en territorio afgano –agresión criminal e injustificable que ha tenido un enorme costo de muerte, destrucción y zozobra para la población de ese país– carece de perspectivas de éxito y se ha convertido en un callejón sin salida para su gobierno. Para colmo, en los ocho años transcurridos desde la invasión del infortunado país centroasiático, Washington y sus aliados han convalidado el régimen impresentable y fraudulento de Hamid Karzai, sobre quien pesan documentadas acusaciones de vínculos con el narcotráfico, y han cancelado con ello cualquier aspiración de democracia y estabilidad en suelo afgano.

En la circunstancia presente, la permanencia de las tropas estadunidenses en esa nación no sólo representa un castigo injustificable para la población, sino constituye un grave riesgo para el poder político de Washington: Afganistán puede convertirse, de seguir los acontecimientos su tendencia actual, en el Vietnam de la administración Obama.