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Starlets
Viajar en avión en México no es sólo rápido –e incómodo,
con esa miniaturización del espacio hacia donde tira siempre
el mercachifle; qué importan los riñones de las reses
en que nos convierten las aerolíneas, qué importa la ansiedad
que produce a muchos despegarse del suelo casi
en decúbito supino, rodillas contra respaldos, las manos
sin sitio dónde ponerse–, sino esclarecedor. Viajar en
avión sirve, por ejemplo, para observar la conducta de los
famosos, esa fauna peculiar de actricillas, actores, presuntos
cantantes o conductores de programas de televisión,
criaturas todas de ego hipertrófico cuyo comportamiento
nunca deja de ser, por decir lo menos, pintoresco. El mejor
lugar para observar con ánimo naturalista tales ejemplares
de la fauna mediática es, quizá después de restaurantes
o bares, la sala de abordaje de un aeropuerto. Con algún
inconveniente: si el sujeto en cuestión es un famoso –celebridades,
se les dice– de medio pelo y el aeropuerto es
internacional, lo más probable es que nos aburramos hasta
el bostezo espiando por la rabiza del ojo el proceder del(a)
famoso(a). Nótese que si la fama de la estrella trasciende
fronteras –todo esto es, desde luego y sin ponernos sinforosos
ni exigentitos, al margen del verdadero talento o
cualidad artística del(a) divo(a)– entonces el comportamiento,
además de ecuánime será, en el peor de los casos,
de lo más normal.
Pero si se trata de un famoso mediocre, en un aeropuerto
del territorio nacional, la cosa se vuelve desde cómica
hasta espectacular. Mira, por ejemplo, a este conductor de
programas para vacas que pasa en las mañanas en Televisa.
Se llama Alfredo. Está decididamente tan o más pasado de
tonelaje que quien esto perversamente pergeña; viste traje
casual (claro, viejo truco de gordos: un blazer o cazadora
esfuma los doce kilos que solamente lleva uno en la tripa
frontal), no lleva corbata, el peinado es perfecto, engominado
hasta el alma. Cualquier pasajero que llegue a la sala
para abordar en el transcurso de la media hora siguiente un
avión habrá de buscar, cosa de lo más natural, un asiento
libre. Pero no él. Él tiene que ser visto. Sacar pechito, parar
la nalga… y ponerse a estorbar en el corredor general por
donde va y viene un hormiguero de gente. Hay que ver y
ser visto, caramba. Pero la gente es cabrona. Los mexicanos,
con las estrellas de la tele, una de dos: o nos desbordamos
en una adoración irreflexiva y lacayuna, bovina, o despreciamos
cruelmente y castigamos con el látigo de la indiferencia
más alambicada. El hombre saca más pechito, para
más nalga, se nos va a descoyuntar el infeliz, pienso, pero
nadie de la sala lo mira, nadie al pasar lo saluda. Se queda
más solo que nunca. Sospecho con toda ponzoña que extraña
el foro donde es el rey del horario. Después –mucho
después–, ya en el avión, los dioses de la causalidad se apiadan
de su insolvencia emocional y aparece… otro actor de
Televisa, uno más circunspecto. Llega mirando al suelo en
arrebato, casi, de humildad conmovedora. Una voz lo llama,
levanta la cara y Carlitos mira a Alfredo. Ambos se iluminan,
son cófrades del falansterio ideal. El resto de los pasajeros
volvemos a ser jodidos peatones, televidentes pinches que
los adoran cuando cuentan chistes malos a cuadro. La plática
es para personajes del Olimpo televisivo. Todos quedamos
fuera. Su conversación es sonora. Guardamos un respetuoso
silencio. Ellos saben, pertenecen, nosotros no.
Es liturgia.
Mismo viaje, al regreso de la Feria del Libro donde el más
aplaudido y gritoneado no fue el poeta excelso, sino un tipo
que vocifera estupideces en la tele y se hace llamar Yordi.
Nuevamente, en la sala de espera, para abordar el avión de
regreso. Elenco estelar de un programa de segunda de Telehit
que se supone que aúpa a tipos irreverentes, que se
atreven a ser vulgares en la tele para regocijo de su audiencia
de reprimidos, subnormales como ellos. Pero ellos no
llegan buscando el corredor de las miradas, no sacan pechito:
van en bola. Son una pandilla de facinerosos. El único
de quien recuerdo el nombre es al que apodan Borrego. Los
otros son apenas más que insignificantes, pero gritan, vociferan
como Yordi ante la cámara, resuenan resueltas carcajadas.
Saben reír en público. Son unos muchachos formidables.
Casi la mafia del buen humor. Detestables.
Instintivamente hurgo en los bolsillos de mi chamarra.
Chín. No tengo a mano el control para cambiar el canal y
hacerlos desaparecer. Ahí hay una magnífica idea para un
invento. Regalo la patente.
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