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Andrés Vela
James Agee, a 100 años de su nacimiento
Ocurre a veces que el nombre de un autor se pierde entre la retahíla
de autores encumbrados por el simple hecho de haber vivido más,
o mejor dicho, de haberse mostrado más ante los reflectores del hit
parade. Pongamos por ejemplo un autor como Truman Capote, gran
narrador, un prosista finísimo, pero a quien sedujo de manera terrible
la necesidad de ser el centro de todos los cocktail partys neoyorkinos.
Más que señalar el hecho como una especie de moraleja, nos
describe una tradición que deriva con éxito de las predicciones de
los ideólogos y estadistas de finales de los cincuenta, más o menos,
y que preludiaban los minutos de fama proclamados por Andy Warhol
como divisa de toda existencia posmoderna: los mass media y
su injerencia irremediable en la masa y, por lo tanto, en la cultura.
James Agee fue un prodigio de escritor que por desgracia tuvo
una muerte prematura, si es que cabe el término. Nos atrevemos a
rezongar de la muerte de un escritor prolífico que trabajó tanto el
periodismo como la novela, el guión de cine e incluso la crítica cinematográfica
brillantemente y que, por caprichos de la vida, terminó
su existencia a los cuarenta y seis años en un taxi de Nueva
York. El mismo Capote se refirió a esa temprana muerte como “un
hecho lamentable”, pues detenía la producción “de un hermoso
escritor”.
Entre los trabajos destacados del autor estadunidense se encuentran
los guiones de La reina africana, dirigida por John Huston,
y La noche del cazador, dirigida por Charles Laughton. Como crítico
de cine Agee fue genial, tan así que se ganó el respeto de uno de los
miembros de la vanguardia crítica y de realizadores más exigente
que haya conocido la industria cinematográfica: Jean-Luc Godard.
Godard llegó a comparar a James Agee con André Bazin, el dios de
la nouvelle vague, y que parecía intocable.
Pero también se encuentra el maravilloso
reportaje Elogiemos ahora a
hombres famosos, mismo que, acompañado
de fotografías de Walter Evans, da
cuenta de los días pasados por el escritor
con tres familias de agricultores en
Alabama. Son los años treinta de la debacle
económica en Estados Unidos,
que se manifiesta con mayor intensidad
en el sur norteamericano, lo cual no deja
de constituir una estética que, vuelta
crónica en el texto de Agee, se convierte
en una denuncia estética de la indolencia
irracional de los grandes capitales y
su especulación. Uno se pregunta: ¿cómo
resentiría Agee el estado actual de
la economía mundial, una vez que ha
visto y reflexionado sobre el peor abandono
social?
Precisamente, si algo conocía el autor,
era ese sur norteamericano donde
pasó su infancia, exquisitamente retratada
en Una muerte en la familia, su
única novela que, publicada dos años
después de su muerte, le significó un
reconocimiento tardío. Agee nació el
27 de noviembre de 1909 en Knoxville,
Tennessee. La muerte de su padre cuando
él tenía seis años lo marca profundamente,
al grado de convertirse en el argumento
de la novela que trabajó
durante siete años.
Una muerte en la familia narra el clima
doméstico que circunda a un acontecimiento
central: la muerte de un padre.
Acaso el timón de la narración se
encuentra en el pequeño Rufus, en cuya
descripción poética se rescata la paz de
un mundo feliz que descansa sobre la
armonía familiar. La belleza de estos pasajes
es verdaderamente intimista, y la
pluma de Agee, equiparada al pincel de
un pintor, trabaja sus paisajes como
églogas genuinas.
La muerte del padre es a la vez crónica
y contrapunto: el padre de Rufus
recibe una llamada de su hermano informándole
que su padre está convaleciente
y acaso muera, de tal modo que
sale apresuradamente a hacer el viaje
en carretera hasta la casa del padre
agónico, que no fallece pero propicia el
asunto de la novela, pues de regreso
en la carretera, su hijo tiene un accidente
automovilístico en el que pierde la
vida… el padre de Rufus. Es también
una oda al padre, desde el dibujo de su
estampa en un recuerdo lleno de tierna
melancolía, hasta la significación de
su figura como influencia en la sensibilidad
de un niño-hombre.
James Rufus Agee nos comparte, en
esta personalísima crónica, un trabajo
de filigrana, consciente de que no importa
el acontecimiento sino su tratamiento,
confirmando que la novela,
como dijera James, “es una impresión
directa y personal de vida”, llevada a las
páginas de un libro con paciencia y
sobriedad. |