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Yo me bajo en Atocha abrió la velada en el Palacio de Deportes de la capital española

Con su voz rasposa y canalla, Sabina sacude a miles en Madrid

El cantautor fue de los temas de Vinagre y rosas a sus viejos himnos

A pesar de los años nunca se le pierde el miedo a esa ciudad, con su todo es ahora, con su nada es eterno, reconoció

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Llegó a Madrid con la maquinaria rodada de la gira Vinagre y rosasFoto Armando G. Tejeda
Corresponsal
Periódico La Jornada
Miércoles 16 de diciembre de 2009, p. 7

Madrid, 15 de diciembre. Con su bombín negro, la perilla de la barba ligeramente blanca por las canas y la voz recuperada, intacta en su timbre rasposo y canalla, Joaquín Sabina, el poeta que se bebía las noches y se esnifaba hasta la última gota de vida, sacudió los cimientos del Palacio de Deportes de Madrid. Ahí, con las 13 nuevas canciones que integran su disco Vinagre y rosas bajo el brazo, el pirata cojo y el hombre del traje gris hicieron temblar de placer a las miles de personas que cantaban y bailaban sus blues, sus rumbas, sus rancheras y, por supuesto, recitaban de memoria sus poemas.

Sabina es de Úbeda, Jaén, pero también se puede decir que es de Madrid. Aquí, en esta ciudad canalla, donde ha vivido la mayor parte de su vida, con sus noches eternas, casi interminables o, como diría el propio Sabina, con su todo es ahora, con su nada es eterno. Por ese vínculo que tiene con Madrid el concierto de esta noche fue especial, pues además ahí estaban tantos y tantos recuerdos de sus más de 30 años de contar historias y de poner palabras al dolor y al amor, al desengaño y al abismo.

Por eso el concierto empezó con una de sus canciones más celebradas en Madrid, porque en ella hace una radiografía de su arquitectura anárquica, de su vaivén trepidante, de su complicidad callada. Yo me bajo en Atocha se escuchó rotunda, con un coro de más de 10 mil personas que se desfogaron bajo una noche de frío siberiano.

Sabina llegó a Madrid con la maquinaria rodada de la gira de su Vinagre y rosas, disco que parió en Praga, cuando hastiado de esa felicidad doméstica en la que vive desde que enfermó gravemente decidió arrumarse al desamor y al desengaño de un amigo suyo poeta, Benjamín Prado, que acababa de romper con su novia, una muñequita de salón con tanguita de serpiente.

De la mano de su inseparable músico y arreglista Pancho Varona, Sabina reconoció que a pesar de los años nunca se le pierde el miedo a Madrid, por su exigencia musical, pero sobre todo por su voracidad, porque los sabineros, sabinistas y sabinólogos son legión y siempre quieren una canción más, un verso más de su poeta del pueblo, de su juglar noctámbulo y con bombín.

Porque Sabina es el único cantante capaz de hacer que miles de personas en Madrid entonen, contagiadas por el desgarro de la canción, aquello de quien supiera reír, como llora Chavela o aquello de las amarguras no son amargas cuando las canta Chavela Vargas y las escribe un tal José Alfredo… Es el cantautor irreverente, iconoclasta y obsesionado por la consonancia en la rima que hace que miles de personas, posiblemente muchos de ellas católicas y bautizadas, canten lo siguiente a todo pulmón: La más señora de todas las putas/ la más puta de todas las señoras./ Con ese corazón,/ tan cinco estrellas,/ que hasta el hijo de un Dios/ una vez que la vio,/ se fue con ella,/ Y nunca le cobró/ la Magdalena.

Cuando la música fluía y la voz de Sabina se volvía rasposa y canalla, el veterano poeta de las noches interminables volvió al origen de la gira, a ese viaje a Praga, a ese momento de felicidad doméstica en la que vivía y vive, con sus güisquis más claros que amarillos por el agua, con su lejanía al parecer definitiva de la cocaína –a la que tanto ha cantado en sus temas–, con su horario cada vez más diurno. Y recordó también por qué no escribía canciones el año pasado, cuando estaba en mitad de la gira con su primo Joan Manuel Serrat. Estaba follando con Serrat y por eso no escribía canciones. Pero además recordó lo que sintió al leer un diálogo que habría tenido el poeta francés Rimbaud, cuando un amigo le dijo que era feliz… Él, indignado, le respondió: Pero ¿cómo has podido caer tan bajo? Sabina sentía que había caído muy bajo con tanta felicidad, con tanto caviar y ostras para desayunar, alejado del desgarro del desamor, de la fragilidad de la tristeza, de la melancolía de un desolado paisaje de antenas y cables.

Derrotas del amor

Y entonces Sabina descubrió algo que ya intuía, pero que no sabía hasta qué punto se había consumado: la complicidad de su público, de sus incondicionales, con su nuevo disco, con sus nuevas canciones que hablaban otra vez de las derrotas del amor, del hombre que se desvanece ante el bofetón del olvido, del poeta que vuelve a desgarrar con su voz rasposa las vísceras más atribuladas y dolientes. La sorpresa mayúscula, incluso para Sabina, quien sabe como pocos cómo ganarse al público, fue cuando miles y miles de personas cantaban solas: “Ay Praga, Darling, Praga, la luna es una daga manchada de alquitrán”, o aquello de pero esta noche estrena libertad un preso desde que no eres mi juez. Tu vudú ya pincha en hueso, tu saque se enredó en la red.

Y después de constatar que sus nuevos versos, que sus nuevas canciones ya calaron hondo en su público, Sabina culminó su concierto entregado a sus viejos himnos, a sacudir de emoción a todos esos sabineros, sabinistas y sabinólogos que tienen incorporada a su memoria más vital máximas como “lo nuestro duró lo que duran dos peces de hielo en un güisqui on the rocks” o aquello de el agua apaga al fuego y al ardor los años, amor se llama el juego en el que un par de ciegos juegan a hacerse daño… Y así, tarareando sus canciones de siempre, de su juglar noctámbulo y canalla, se apagaron las luces y Sabina se perdió en el escenario bailándose solo un claque, sólo acompañado de su bombín y de una inmensa sonrisa.