Opinión
Ver día anteriorMiércoles 2 de septiembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Calderón y su feria de vanidad
G

abriel García Márquez dijo que escribía para que lo quisieran. Su arduo empeño y duro trabajo, adicionados con su inagotable imaginación, le redituaron con creces: se ganó el respeto y cariño de buena parte de los lectores del planeta. El Sr. Calderón, en cambio, utilizando con enorme displicencia y derroche los bienes y mecanismos del Ejecutivo federal, que son muchos, ha emprendido, una vez más, agobiante campaña mediática para tratar de inflar su endeble imagen de conductor efectivo. Trata de reparar, con una lluvia insoportable de espots (radio-televisivos), mensajes de Internet y llamadas directas a hogares, su decadente popularidad. La crisis y sus inadecuadas, tardías y cruentas respuestas, ayuntada con el cúmulo de ineficiencias que él y su gabinete han desplegado durante los tres años que ya dura su administración, le han hecho un boquete en la credibilidad mucho mayor que el fiscal que descubrió su secretario de Hacienda.

El barco de gran calado de la economía nacional navega sin timonel ni rumbo, cual vacía cáscara de nuez. Al sentir la presión de sus picudos apoyadores que claman por instantáneos favores adicionales y el repudio popular masivo, el Sr. Calderón siente que debe reaccionar, hacer algo, e impele, con planeada urgencia, a sus subordinados a darle alguna salida, cualquiera a mano. Pero su orden no la dirige a encarar de frente los problemas reales, menos trata de recurrir a la inventiva, sacar el coraje, elevar la ambición de líder, coordinar a un equipo renovado o aguzar la visión y fortalecer la voluntad para lograr cierta mejoría para el pueblo. Tal panorama de acciones y disposición del ánimo no se ajusta al talante del Sr. Calderón. Él se refugia tras los call centers, las cámaras y los micrófonos de la radio, sus acariciados medios que piensa, él sólo, en el laberinto de aislamiento en el que se ha enclaustrado, como su coto natural, el arma de alto poder disponible a su inacabable largueza.

El Sr. Calderón se equivoca de nueva cuenta con su apabullante informe. La pantalla no lo hace atractivo y seguro de sí mismo, cercano a los pesares y deseos de la audiencia, por más cautiva que ésta sea. Tampoco los adornos con los que se rodea le facilitan la representación que intenta ni le prestan calor o lo introducen en las simpatías del auditorio. Sus mensajes en la radio suenan huecos, retacados de ficción por el falseado sustento en que se apoyan. Las tonalidades altisonantes de su voz (gallos) delatan el artificio de las almibaradas cifras, y los logros se alejan de la aprehensión ciudadana. Sus pretensiones de gran conductor, de realizador incontestable, se estrellan con las realidades angustiantes del presente y, sobre todo, con los oscuros horizontes del futuro. Pero la retahíla de espots seguirá por tiempo aún indefinido en el espacio público. Los costos para él y sus asesores no importan, aunque serán multimillonarios. Todo será cargado a la cuenta de la hacienda pública y a los favores pagaderos con la mano llena del poderoso.

Las modificaciones a la ley que rige el formato del Informe presidencial llevadas a cabo resultaron contraproducentes. El Sr. Calderón se revienta una grotesca feria a su vanidad personal. Un desmesurado halago íntimo donde él será el actor estelar, el héroe, el taumaturgo del bienestar, un benefactor digno de admiración, el guía insuperable. Una vez más el Palacio Nacional será el recinto que lo arrope y los asistentes aplaudirán con emoción interesada sus palabras. Las cámaras se encadenarán para difundir tan solemne, trascendente acto de rendición de cuentas, de civilidad: en efecto, una verdadera vergüenza republicana.

Dos fenómenos corren paralelos con el proceso descrito arriba. Uno es el acompañamiento que ha diseñado para sí y por su propia voluntad el Sr. Peña Nieto en su consagrado papel de candidato del sistema imperante de poder. De nueva cuenta, el joven del copete engominado vuelve al escenario mediático, su lugar preferido. La escenografía es impecable, diseñada a la medida de su carita polveada. Lo acompaña una obsequiosa cantante y presentadora de marca registrada que lo cuestiona con vigor inusitado. El Sr. Peña Nieto recurre, una vez más, a una estratagema para su promoción atiborrante e ilegal: la entrega de su Informe anual al Congreso de su apropiada entidad universal. Pero de ello los agudos y atentos críticos mediáticos nada dicen, la chamba o las prebendas van de por medio.

El otro evento es, en verdad, notable. La andanada de reproches que recibe López Obrador a través del ya célebre Juanito. Todos y cada uno de los intelectuales, locutores, conductores y críticos orgánicos de los medios de comunicación posan sus penetrantes garras en la humanidad de la pareja discordante. El disfraz de imparcialidad, en este flagrante caso de locura, ya ni lo juzgan necesario los opinócratas. El suceso noticioso es insuperable y tras él se escudan. Rebosan desprecio en su descripción: oportunista sobreviviente de las calles, un naco, un tipejo al que han humillado se rebela contra su irresponsable creador, es la conseja repetida en miles de variantes. Bien merecido se lo tiene AMLO por la forma autoritaria con la que ordenó el sainete del populacho, concluyen al unísono forzado. Pocos recalan en la voluntad de los iztapalapeños. Y nadie sitúa su triste mirada de analista bajo consigna en los que se beneficiarán con la rebeldía del tal Juanito. Se olvidan de los anteriores y embozados manipuladores de los recursos delegacionales. Ésos hasta hoy oscuros, agazapados personajes que se resisten a perderlos y que siguen, después de tanta atención, sin aparecer. Ésos que le rellenan la cama de retiro a Juanito tampoco se ven ni en lontananza. Todo va dirigido al golpeteo de siempre, al odiado, al que hay imperiosa necesidad de eliminar de la atención colectiva, al que, sin embargo, para millones, es la única esperanza de cambio hacia una vida más digna, mejor.