Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 7 de abril de 2013 Num: 944

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Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Cuatro décadas sin Alejandra Pizarnik
Gerardo Bustamante Bermúdez

La pintura de Manuel González Serrano,
el Hechicero

Argelia Castillo

Pensar cambia el mundo
Esther Andradi entrevista
con Margarethe von Trotta

Gorostiza: una voz
en medio de la ruina
y los discursos

Hugo Gutiérrez Vega

Erri de Luca: paraísos,
vida y mariposas

Ricardo Guzmán Wolffer

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Erri de Luca:
paraísos, vida y mariposas

Ricardo Guzmán Wolffer

Ilustración de Juan Puga

Con unos cuantos libros traducidos al español y una notable producción en su idioma natal, De Luca (Nápoles, 1950) es una voz que debe ser leída. Bastará adentrarse en el texto El peso de la mariposa para advertir la fuerza de Erri.

En El peso..., estamos ante una historia corta cuya trama resulta tan básica (la cacería de un antílope extraordinario por parte de un cazador portentoso) como bien escrita. El estupor de leer a De Luca no sólo reside en el tinte poético con que va haciendo la descripción de los hechos, sino en la facultad de mostrar cómo la vida de un animal y la de un hombre, incluso antes de que se encuentren, es ya digna de una mitología peculiar: la que hace Erri para mostrar que toda vida está llena de alcances y significado. Los participantes no sólo representan a la naturaleza y al hombre (como en El viejo y el mar, de Hemingway), sino que encierran la épica de la vida que discurre entre la voluntad del animal por ser más, seguro de que es mejor bestia que el resto de la manada. Ante el acierto de magnificar la presencia del antílope, generalmente tratado como presa de los depredadores que dan pie a cuentos y novelas, este mamífero se torna en la metáfora perfecta del viento en las montañas, pero también es espejo de los más altos valores y de la sencillez con que en la naturaleza se da la dinámica de presa-cazador.

La escena del enfrentamiento se torna épica porque los participantes saben que morirán, ganen o no el encuentro. El hombre escala la montaña en un alarde de sus habilidades (para los alpinistas expertos que lo desafían, es una hazaña) y se coloca en un ángulo muy difícil para no ser detectado por la manada, pero el animal lo ha superado y lo tiene a su merced sin que aquél sepa. El antílope lo sabe cazador de su madre y muchos congéneres, pero lo perdona y salta sobre él para caer al vacío, cierto de que sorteará la caída convertido en un ser divino: el aire. Ahí es ultimado. La bestia se muestra más piadosa que todos los hombres, para revelar en ese momento grandioso qué tan único es y cómo la naturaleza termina por ser más justa que la ley del hombre. Y precisamente para mostrar esa unicidad, Erri señala que sólo un solitario es capaz de arriesgarlo todo: “En toda especie son los solitarios los que se atreven a experiencias nuevas. Son una cuota experimental que va a la deriva. Detrás de ellos, la estela abierta vuelve a cerrarse.”

El final, donde el cazador muere con la presa al hombro, termina por ser un pago de ese depredador hacia el dios que sabe que existe y del que se siente ladrón por haber sido un cazador furtivo. En parte, eso se debe a la natural inconsciencia de ese hombre, de todo hombre: “El presente es el único conocimiento que sirve. El hombre no sabe estar en el presente”: el antílope le perdona la vida porque sabe que es su propio último día, porque sabe vivir el presente y lo comprende acabado. Cuando los cuerpos son encontrados en la nieve, pegados por el hielo, la mariposa que los ha visitado continúa con ellos, en la eternidad que subyace en cada momento.

La mariposa del texto es también de varios significados. Primero es la pista de que el antílope, con todo y sus muchos trucos sorprendentes (sigue el rayo para alimentarse con los frutos que los árboles sueltan antes de caer incinerados; se entierra para sobrevivir al frío; embosca al hombre; mata un águila, etcétera) será presa del cazador, quien gusta dejar telarañas en su rifle: adivinamos desde el principio que la mariposa posada en el cuerno del animal es augurio de muerte para el arma que, como la araña, espera tener a tiro su trofeo. Y así como la mariposa en el cuerno es símbolo de la derrota “natural”, se supone que el herbívoro es tomado por el carnívoro (aunque el cazador sólo guarde el cuerno o parte de la piel); cuando el depredador ultima al animal, esa misma mariposa se posa sobre él para avisarle que es tiempo exacto de morir, como él sabía.

Muchos autores se repiten para asentar en sus lectores la fuerza de la metáfora o para evidenciar la capacidad de hablar de lo mismo, pero con diferente resultado. Esa mariposa que deambula entre el antílope y su cazador, entre la naturaleza y lo divino, se repite, al menos, en otro deleitable libro de Erri: Los peces no cierran los ojos.

En Los peces... estamos ante la historia de un niño en la playa de Nápoles que vive entre la infancia y la adolescencia, bajo la narración intrínsecamente poética de De Luca. La anécdota es sencilla (el primer beso de ese niño), pero ante la mirada que abarca lo inasible y que describe lo inmediato como si la poesía fuera una herramienta más para el obrero con tareas sencillas, pero pesadas, De Luca vuelve a tomar una mariposa: en los primeros encuentros entre el niño y su inminente enamorada, ella le narra la muerte del padre y cómo lo iba a visitar al cementerio. En la última visita, a pesar de no ser época de mariposas, una blanca (como la del antílope) se posa en la rodilla de ella, precisamente “donde él ponía su mano. Amo a los animales, saben de nosotros y nosotros nada de ellos”. De nuevo la mariposa como símbolo de la muerte aflora en ese atisbo para evidenciar cómo para De Luca la vida es un aletear precario e indescriptible, tan delicado como constante: siempre habrá mariposas para conectarnos con nuestra propia historia, sin duda para rematarla.

La deliciosa historia de Los peces... muestra la misma mirada: al final del libro, cuando por fin se dan ese verdadero primer beso, él y ella se transforman en Adán y Eva, como si en cada primer beso el paraíso se volviera a abrir para toda la humanidad. La anécdota ha sido escrita muchas veces y el hecho de que vivan en la playa de Nápoles no es la novedad; sí lo es el sutil ensueño que el niño lector tiene que afrontar entre el padre ausente, la agresión de los niños envidiosos de su éxito con esa Eva primigenia, su apego por las letras y, sobre todo, la certeza de que el Edén puede ser alcanzado, pero no necesariamente retenido.