Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 7 de abril de 2013 Num: 944

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Cuatro décadas sin Alejandra Pizarnik
Gerardo Bustamante Bermúdez

La pintura de Manuel González Serrano,
el Hechicero

Argelia Castillo

Pensar cambia el mundo
Esther Andradi entrevista
con Margarethe von Trotta

Gorostiza: una voz
en medio de la ruina
y los discursos

Hugo Gutiérrez Vega

Erri de Luca: paraísos,
vida y mariposas

Ricardo Guzmán Wolffer

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Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
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Orlando Ortiz
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Literatura y redacción (I DE IV)

La Ilustración nos legó tal respeto por los modelos que a su legado intelectual y artístico se le conoce como “neoclasicismo”: el ejercicio cultural debía remitirse a artes poéticas que imitaban o traducían las de Aristóteles y Horacio para, de manera prescriptiva, indicar cómo debían construirse las obras de teatro, las pictóricas y las arquitectónicas. Si Voltaire clasificó la historia en progresivas etapas de luz y oscuridad llamándolas la Antigüedad Clásica (Grecia y Roma), la Edad Media (los mil años de etapa “oscura” que siguieron) y el Renacimiento (un regreso a las luces de la razón), ¿cómo no pensar en la restauración de los valores formales de un mundo al que se definió como “clásico”? Lo que siguió fue la apertura de las Academias para garantizar que sus agremiados (pintores, escultores, dramaturgos, poetas y usuarios lingüísticos) trabajaran de acuerdo con esquemas probados o idóneos para garantizar el buen gusto y, así, fijaran, pulieran y dieran esplendor a sus respectivas actividades. Algunos resultados de esta actitud fueron el Diccionario de Autoridades y el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española; así, para efectos de un ejercicio crítico y de una diagnosis del lenguaje, se contaba con referencias que los permitían. El primer diccionario mencionado manifestaba una conciencia de la historicidad de la lengua y de sus cambios, la cual se medía con la ilegibilidad de los textos de los siglos precedentes; el segundo diccionario, que nació más normativo que descriptivo, ofrecía un repertorio de las voces castellanas en uso y de sus significados peninsulares para evitar el descarrío de la lengua. Lo subyacente era una actitud modélica en la que el esquema de referencia, sancionado académicamente, dirimía cualquier duda respecto a lo transgresor o lo aceptable. Bajo la particular visión del Siglo de las Luces, el regreso hacia lo “clásico” implicaba ordenarse bajo esquemas “semejantes” a los que prevalecieron en Grecia y Roma, y que llevaron a ambas civilizaciones a ese equilibrio que parecía merecer una imitación.

Por alguna razón, ese espíritu neoclásico se ha mantenido hasta nuestros días. En el caso de los cursos de redacción (universitarios o no) ha tendido a mantenerse la idea de que una buena manera de aprender a redactar es el empleo de modelos literarios para que el estudiante sepa cómo describir, elaborar cartas, comunicados, ensayos y casi todo género de escritos que le serán útiles en su vida profesional y personal, sin importar que el curso no se imparta en una carrera literaria. De hecho, la redacción se imparte a un alumnado que se dirige hacia disciplinas sociales, científicas o técnicas, y cuyas necesidades de adquirir habilidades de lenguaje escrito se encuentran lejos de las de embellecer el estilo o dotarlo de técnicas narrativas y poéticas más propias de un curso de estilística. Ante el creciente deterioro del nivel redaccional de las generaciones más jóvenes, vale la pena preguntarse si el modelo literario sigue siendo vigente para apoyar el mejoramiento de la lengua escrita, como se creyó, casi sin fisuras, hasta bien avanzados los años ochenta.

Es necesario volver a pensar lo que es la literatura y su posible vínculo con cursos de redacción práctica. Al margen de la belleza que se relaciona usualmente con el trabajo literario, no debe olvidarse que si muchas obras pueden considerarse culminaciones de una manera de escribir en un momento y un lugar determinados, ellas mismas son ejemplos de subversión, experimentación y transgresión de lo que se considera la norma escrita. Creo que de ello se deduce el hecho de que se empleen pocos ejemplos de la dramaturgia, pues la construcción de sus diálogos, de las acotaciones y de otros elementos dramáticos la alejan visiblemente de la práctica redaccional. Por lo mismo, la poesía tiende a quedar marcadamente afuera de las predilecciones didácticas: el uso de la métrica, la abundancia de las figuras retóricas, el recurso de la acentuación para lograr la musicalidad del verso, la opción de la rima, el manejo de cultismos y el trastocamiento del orden usual del lenguaje no parecen convertir a la Aguja de navegar cultos en el recurso ordinario de un programa de redacción. Estas dos reducciones acotan el proyecto didáctico, pero señalan su propio conflicto: a fuerza de acotar, ¿cuál es el buen modelo literario para aprender a escribir? (para aprender a escribir textos pragmáticos, operativos, funcionales, sería necesario aclarar): todo apunta a la prosa.

(Continuará)