l secretario de Guerra de Estados Unidos, Pete Hegseth, informó que su país hundió cuatro embarcaciones y asesinó a 14 personas en aguas internacionales del Pacífico. Asimismo, aseguró que los ataques ilegales dejaron al menos un superviviente, el cual se ubicaría en las cercanías de México y, por lo tanto, es buscado por la Marina mexicana en cumplimiento del Convenio Internacional para la Seguridad de la Vida Humana en el Mar.
Washington ya ha matado a por lo menos 57 personas desde que en septiembre el presidente Donald Trump dispuso el despliegue de buques de guerra con el pretexto de combatir el tráfico de estupefacientes provenientes de Sudamérica.
Las agresiones de ayer suponen una grave escalada en varios sentidos: por el número de víctimas; por ser la primera vez que destruye varios botes en un mismo día, y por la ampliación de su radio de operaciones, que comenzó en las costas del Caribe cercanas a Venezuela, pasó al área del Pacífico ubicada al otro lado del Istmo de Panamá y se desplazó ahora significativamente hacia el norte.
Debe expresarse con toda claridad: cada uno de los ataques perpetrados por las fuerzas armadas estadunidenses en este contexto ha sido un crimen, pues las ejecuciones extrajudiciales lo son sin importar quién, dónde ni contra quién se cometan. Se trata de fechorías particularmente abominables por la absoluta desproporción en el uso del autodenominado ejército más letal del planeta contra personas que no le causaron ningún daño, no le suponían amenaza alguna, y a quienes se les conculcaron todos sus derechos humanos.
La impunidad con que han sido masacradas y el anonimato en que se les mantiene –es decir, la negación póstuma de su identidad– exhiben la demolición de los principios institucionales más básicos, un patrón que caracteriza las actuaciones de Washington allende sus fronteras y que ha alcanzado niveles intolerables bajo el trumpismo.
Además de ilícitas, estas acciones buscan –y consiguen– un efecto desestabilizador en una región que tiene suficientes problemas propios y no debiera verse convulsionada por el impacto de las decisiones unilaterales y arbitrarias de un régimen fuera de control. Un ejemplo inmediato de las consecuencias perniciosas reside en la necesidad de desviar buques y efectivos de la Marina a la búsqueda de la persona superviviente: si bien hacer todo lo posible para localizarla y rescatarla constituye una obligación humanitaria que México cumple con diligencia y buena voluntad, el dispositivo de rastreo implica distraer recursos materiales y humanos que podrían emplearse en tareas como el apoyo a los damnificados por las lluvias, o el genuino combate tanto al tráfico de drogas como a otras modalidades de crimen organizado.
El despliegue de recursos bélicos de Estados Unidos en aguas contiguas a América Latina debe parar.
La pretensión de forzar un cambio de gobierno en Venezuela; favorecer el regreso de la ultraderecha en Colombia; presionar a las autoridades mexicanas para que acepten su agenda militarista, así como la violación sistemática de los derechos humanos de personas a las que no se les probó la comisión de delito alguno, son inadmisibles y han de ser condenadas por todos los estados de la región, los cuales se encuentran bajo amenaza a su integridad, sin importar el signo político de sus gobernantes.










