Opinión
Ver día anteriorViernes 2 de junio de 2023Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
El estante de lo insólito

El fantasma del convento y Dos monjes: La otra estética del cine mexicano

F

ernando de Fuentes y Juan Bustillo Oro, dos realizadores fundamentales de nuestro cine, construyeron dos largometrajes de gran calidad, con una definición plástica y narrativa que marcó un capítulo cinematográfico muy particular en la naciente industria nacional. Con inspiración en el expresionismo alemán, la corriente artística que influyó en la plástica, el teatro, la danza, el cine y la música con la misma fuerza, y que tuvo la admiración de este par de creadores, quienes, como todos en su tiempo, se habían impactado con el arte expresionista, en especial los clásicos silentes del cine El gabinete del Dr. Caligari (Robert Wiene, 1920), Nosferatu (FW Murnau, 1922) y Metrópolis (Fritz Lang, 1927). Eran principios de los años 30, y el horizonte de la creación fílmica en México aspiraba a lo grande. Las cintas en cuestión son El fantasma del convento (1933) y Dos monjes (1934), señaladas como parte de otra mirada, la otra estética del cine mexicano. Apenas dos años antes se había hecho la primera producción sonora del país ( Santa, Antonio Moreno, 1931) con un (precisamente) sonoro éxito.

El fantasma del convento

Con este trabajo, el cineasta veracruzano Fernando de Fuentes hizo, sin duda, una de sus mejores piezas fílmicas, lejos del reconocimiento de sus grandes películas comerciales. El argumento va así:

“Cristina (Marta Roel) y su esposo, Eduardo (Carlos Villatoro), se pierden en el bosque con su amigo Alfonso (Enrique del Campo). Midiendo los peligros a que los expone el campo y la oscuridad, contemplan guarecerse en un convento cercano. Mitos y habladurías de historias horrorosas les ponen freno, pero la aparición de un extraño hombre y su perro, Sombra, ofreciéndose a conducirlos para evitar perderse, termina por colocarlos en el temible convento.”

Personajes que hacen penitencia a golpes, muebles que se mueven, lamentos, silencios, sombra de un murciélago que parece carbonizada en una pared sin que la luz la mueva, enrarecen el espeso ambiente de los muros monacales, con una historia terrible que sentencia el adulterio (se aprecia la inscripción Maldito el que por la carne olvida a Dios, Jeremías, capítulo 42, versículo primero), mientras Cristina y Alfonso se buscan a espaldas de Eduardo. El monje adúltero fue Fray Rodrigo, muerto sin confesar su pecado, imposible de enterrar para eterno descanso, ya que siempre retorna a la celda maldita.

Después de que los tres se aterran con lo que pasa y tratan de huir, descubriendo una cripta, hay una secuencia con los monjes (llamados Los hermanos del silencio) sentados en gran mesa para compartir el pan del dolor y el agua de la angustia, espacio monumental con cuadro emulando La última cena, de Leonardo da Vinci. Hay candelabro, escalera, platos con ceniza, ventanas que sucumben al embate del viento y, sorpresivamente, Sombra, a quien conocieron en el bosque y que, les aclaran, nació en el monasterio y nunca ha salido de él. Hay 13 monjes, igual que el número de presentes en La última cena.

El manejo de cámara (fotografía precisa de Ross Fisher), aprovechando la arquitectura de columnas, bóvedas, corredores, capilla, torre de campanario, y también el espacio de exhibición de las momias del lugar… los monjes. El resto del reparto (entre ellos Paco Martínez, Victorio Blanco y José Rocha), con la parquedad de roca que amerita la puesta en escena, hacen un buen trabajo, mientras los ambientes atmosféricos tienen el aporte musical de Max Urban.

Consignamos parte de la gran lectura que Jorge Ayala Blanco hizo del filme en su libro La aventura del cine mexicano: Se estructura como un cuento. Es la consecuencia de una sola, inicial situación. Lo fantástico no se desprende de la índole sobrenatural de algunos hechos; todo lo que ha sucedido es fantástico. Estábamos inmersos en la realidad de un mundo fantasmal y no lo sabíamos. Sólo alcanzábamos a percibir el malestar de una atmósfera gris, difusa y oprimente, que magnificaba las pasiones en el crimen y la transgresión.

Foto
▲ Ilustración Manjarrez / Instagram: Manjarrez_art

Hay una gran frase para cerrar la película: Quién sabe si ellos vivieron o nosotros morimos por una noche. Curiosamente, la cinta se hizo con un guion de Fernando de Fuentes, siguiendo un argumento propio que creó con Jorge Pezet y Juan Bustillo Oro, quien lanzaría su propia visión expresionista.

Bustillo Oro fue un sensacional guionista y director. Artífice del mito de Mario Moreno Cantinflas después de hacer Ahí está el detalle (1940), el cineasta, tan ingenioso para estructurar relatos como para procurar la forma en que debían ser apreciados por los espectadores, modeló una pieza notable con Dos monjes.

Producción de grandes escenarios construidos con los debidos usos de perspectiva y espacios amplios, permitiendo importantes desplazamientos de cámara (la cinefotografía es de Agustín Jiménez, que haría una carrera formidable en el cine mexicano), la cinta establece particulares puntos de luz, con manejo de alto contraste, iluminación cenital concentrada en un destino exacto, distorsión estética en relojes, protectores, ventanas, muebles; atmósferas lúgubres, arrebatos en juego de sombras, gestualidades en el abismo (es un periodo de interpretación mucho más teatral).

La historia es vista desde dos ángulos: el primero es el de la chica Ana (Magda Haller), y el segundo el de sus dos pretendientes intensos: el músico, poeta y apasionado pianista Javier (Carlos Villatoro), y su amigo aventurero vuelto de un viaje de dos años Juan (Víctor Urruchúa). Juntos, bajo la tutela de Gertrudis (Emma Roldán), la madre de Javier, la amistad se va diluyendo en el recuento de fracasos y pobrezas, con un Javier enfermo (“Una sola primavera de tu amor… y después que llegue la muerte”, le pide a Ana). Juan pretende a Ana, suponiendo que a Javier le queda poco de vida, pero éste se recupera, lo que trastoca planes y el destino de los tres, porque no hay espacio para dos amores.

Cada personaje explica lo suyo. Javier asegura que Juan dispara contra Ana, queriendo matarla, luego de mancillar su amor y amistad al tratar de besarla. Por su parte, Juan dice que ella y él se amaban tiempo atrás, sin que Javier hubiera entrado en la vida de la mujer. La realidad es la muerte de ella, un hecho dramático impensable en el esquema del relato tradicional. Hay gran mérito de producción y realización para marcar la diferencia de las dos versiones narrativas de los hechos, cambiando escenografías, tonos de vestuario y la disposición escénica de los mismos momentos.

Los hombres se hacen monjes, pero no hay paz inmediata, pues al encontrarse en el convento vuelven a enfrentarse. Cada uno busca serenar su espíritu después de ver morir a la mujer amada. Refiriéndose a su amigo, Juan sentencia que sólo la dureza del monasterio y la disciplina de la penitencia trajeron consuelo a su corazón.

Bustillo Oro también editó la cinta, con buen pulso y ritmo, y tuvo el gran apoyo en las partituras de Max Urban, sin duda un puntal en la narrativa de la película, particularmente para los pasajes de Javier, sus momentos frente al teclado del piano y el desahogo frente al papel pautado.

Una joya cinematográfica nacional, sobre la que el gran cinefotógrafo catalán Néstor Almendros (Kramer vs Kramer, Bajo sospecha, Billy Bathgate) sostuvo: “Dos monjes resulta fascinante en la medida en que Juan Bustillo Oro ha llevado a su término una tentativa fundada en la visión subjetiva de los personajes principales. La conclusión ambigua de la cinta añade más valor a ese desdoblamiento dramático que se expresa tanto a nivel del relato como al del decorado y vestuario”.

Cuando se habla de horror y terror en el cine mexicano, hay a quien se le escapa mirar hacia los años 30, cuando la cámara nuestra tuvo la perspectiva fantástica de Fernando de Fuentes y Juan Bustillo Oro.