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Cuba y los niños de Chernóbil
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l 26 de abril de 1986 la explosión de un reactor de la planta de Chernóbil produjo un derrame nuclear cuya radiación contaminó 150 mil metros cuadrados de lo que hoy son Ucrania, Bielorrusia y Rusia. Considerado el peor accidente nuclear en la historia, fue en muchos sentidos un percance en cámara lenta. Además de los 30 trabajadores y rescatistas que perecieron en las horas y los días inmediatamente después de la explosión, cientos de miles de personas fueron expuestas a peligrosos niveles de radiación. Tierra, agua, agricultura y ganado fueron contaminados. La cantidad de muertes en décadas subsecuentes sigue en disputa. Las más bajas estiman 4 mil; otras 90 mil y hasta 200 mil.

Varios países contribuyeron con recursos, personal y asistencia a la recuperación; la abrumadora mayoría fue destinada a contener y sellar el reactor. En 1990, cuando el horror de la tragedia había dejado de ser noticia, Cuba envió un equipo médico a evaluar las secuelas sanitarias de la radiación. Se encontraron con una situación en la cual los niveles de cáncer en los niños se habían incrementado 90 por ciento. La isla pronto emprendería una asistencia médica aún difícil de dimensionar: de 1990 a 2011 atendió a 26 mil personas –22 mil niños– del área afectada solventando los gastos médicos, de comida, vivienda y recreación para los menores y sus acompañantes.

Los primeros 139 niños de Chernóbil llegaron el 29 de marzo de 1990 y fueron recibidos por Fidel Castro. Las imágenes son conmovedoras, el mandatario mira y saluda con atención a los padres y acaricia con ternura a los pequeños. Les promete la mejor atención médica.

Los pequeños de Chernóbil siguieron llegando por más de dos décadas. Tarará, ciudad a 20 kilómetros de La Habana, fue seleccionada para atenderlos. Ubicada a la orilla del mar, antes de la revolución era destino vacacional de la clase media alta. El gobierno revolucionario la transformó en campamento de verano juvenil. En 1990 se adaptó para atender a los niños de Chernóbil. Además de tener dos hospitales y una clínica, el campamento contaba con comedor, espacios recreativos y culturales, escuela, teatro y parques.

“No era como estar en un hospital –recuerda Roman Gerus quien estuvo de chico en Tarará– hasta los niños más enfermos lo pasaban bien.” Khrystyna Kostenetska, quien también fue tratada allí, describe: Recuerdo un mar increíble, las olas, los atardeceres, la naturaleza y los helados; también me acuerdo de niños con graves problemas de salud.

Llegados a Cuba, los niños eran evaluados por médicos organizados en cuatro categorías: los más graves con problemas oncohematológicos que requerían terapias especializadas; los que padecían de patologías crónicas; niños que podían ser tratados de forma ambulatoria, y los relativamente sanos que requerían seguimiento médico por haber vivido en el área contaminada. Todos fueron tratados bajo la lógica integral del sistema médico cubano, cuyos equipos incluían pediatras, oncólogos, siquiatras y dentistas. A veces se detectaban males ajenos al derrame y también se atendían.

Esta iniciativa cubana, que ha sido caracterizada como el programa humanitario más largo en la historia, se efectuó durante uno de los momentos más difíciles para Cuba. La desintegración de la URSS a principios de los 90 había eliminado su principal socio comercial y la economía de la isla sufrió una brutal contracción. Escaseaba todo, menos la solidaridad.

Cuando el historiador John Kirk –cuyo libro Salud pública sin fronteras ofrece un detallado recuento del cuidado que la isla brindó a los niños de Chernóbil– preguntó al director del programa médico en Tarará cómo Cuba podía ofrecer esta ayuda en momentos tan difíciles, éste respondió: Son niños, niños muy enfermos. ¿Cómo íbamos a no tratarlos?

Varios de los niños llegados eran huérfanos y tantos otros de escasos recursos. La desintegración de la Unión Soviética significó el fin de su infraestructura de atención social. El incipiente sistema capitalista ponía precio a los tratamientos que muchos no podían pagar. Además de padecer males físicos, muchos vivían con el trauma de haber sido evacuados de sus hogares. Y seguía la incógnita de qué males se desarrollarían a futuro y en otras generaciones.

Xenia Laurenti, vicedirectora del Programa de Atención Médica a los niños de Chernóbil, afirma con contundencia: “Si le preguntas a un niño ucranio qué quisiera, no te responde ‘juguetes’, sino ‘salud’. Esto está sicológicamente incorporado. Y parte del programa se dirige precisamente a la rehabilitación sicológica, al no rechazo a ningún tipo de patologías. Nuestro objetivo es curar”.

No se puede poner precio a este esfuerzo por sanar. En 2010 una ONG ucrania lo intentó, calculándolo en más de 300 millones de dólares tan sólo los gastos médicos de Cuba. Los testimonios de los padres que, años después, entre lágrimas y sonrisas, expresan su agradecimiento al pueblo cubano por el cuidado que dieron a sus hijos, mejor captan la dimensión humana. “Esto no es una ayuda solamente médica –expresó una madre– es una ayuda moral muy grande para mi pueblo”.

Fue, como tantas otras iniciativas del gobierno revolucionario cubano, una inigualable globalización de la solidaridad.

* Profesora-investigadora del Instituto Tecnológico de Massachusetts. Autora del libro Unintended Lessons of Revolution, una historia de las normales rurales.