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Ciudadanía de alta intensidad
E

n abril de 1834 Antonio López de Santa Anna defenestró a su vicepresidente, Valentín Gómez Farías, iniciando una contrarrevolución que revocó la legislación reformista de Gómez Farías, disolviendo al Congreso y finalmente, suprimiendo la Constitución de 1824 y convocando a un congreso constituyente.

Dicho congreso fue dominado por los representantes de los latifundistas y los dueños de las minas, los acaudalados generales que habían sido feroces contrainsurgentes en 1810-20, y el alto clero y sus operadores políticos. Ellos redactaron las siete leyes constitucionales, que estarían más o menos vigentes durante cinco años (1836-41).

Esta Constitución centralista creó un monstruo jurídico llamado Supremo Poder Conservador, pero hoy quiero llamar la atención sobre un punto: siguiendo el ejemplo de las democracias británica y yanqui, el artículo 7 de la primera ley limitaba la ciudadanía (es decir, los derechos políticos, particularmente a votar y a ejercer cargos públicos) a los varones que tengan una renta anual lo menos de 100 pesos, procedente de capital fijo o mobiliario, o de industria o trabajo personal honesto y útil a la sociedad y a aquellos que hayan obtenido carta especial de ciudadanía del Congreso.

El desastre de la Guerra de Texas (1836), el ridículo de la Guerra de los Pasteles (1838), la impopularidad creciente del gobierno de Anastasio Bustamante, la penuria del erario, el insoportable poder político y económico de la Iglesia, hicieron fracasar el primer ensayo centralista y los hombres de bien recurrieron otra vez a aquel del que se echaba mano en las emergencias: Santa Anna. Éste se asumió como dictador en 1840, mientras una junta de notables (se los juro) redactaba una nueva Constitución, llamada Bases Orgánicas (vigente hasta 1855, alternándose con la federal de 1824 según el grupo en el poder). En el tema que nos interesa esta Constitución era aún más restrictiva, pues para ser ciudadano había que tener “una renta anual de 200 pesos por lo menos, procedente de capital físico, industria o trabajo personal honesto… Desde 1850 en adelante los que llegaren a la edad que se exige para ser ciudadano, además de la renta dicha antes para entrar en ejercicio de sus derechos políticos, es necesario que sepan leer y escribir”.

La rebelión de Ayutla echó del poder a los conservadores y su jefe, Juan Álvarez, antiguo compañero del gran Morelos, convocó a un nuevo constituyente que sesionó casi todo 1856. Ahí se volvió a discutir el tema. Los constituyentes creían que su misión era constituir a la República de modo estable y duradero, apegándose a la soberana voluntad del país. Pensaban que eran los auténticos representantes del pueblo, pero ¿qué, quién era el pueblo? En la práctica, igual que los conservadores, muchos liberales moderados asociaban al pueblo con la ignorancia, el fanatismo, la pobreza y el resentimiento social: la leperada siempre dispuesta a subvertir el orden y la propiedad. Pero los liberales radicales pensaban en el pueblo como la mayoría silenciosa de la sociedad, pobre y trabajadora, hasta entonces excluida de la cosa pública, que mantenía al país con su trabajo y derramaba su sangre en defensa de la patria. A ellos había que darles la voz y la presencia que se les había negado siempre.

Para los liberales puros o jacobinos (según sus enemigos), la democracia no era sólo el más adecuado de los sistemas de gobierno: era un instrumento de justicia social que abría al pueblo las puertas del poder público y con ello, lo emancipaba, pues alentaba a las mayorías a conocer los intereses del país y los suyos propios, y resolver sobre ellos. Al hacerlo, las mayorías perderían gradualmente su ignorancia y su miedo a la participación pública (miedo justificado por la represión violenta de los movimientos en defensa de sus derechos) y se afianzarían su sensatez y su cordura (parafraseo el dictamen de la Comisión de Constitución, apoyado en Ponciano Arriaga y Francisco Zarco). Aún más a la izquierda, Ignacio Ramírez El Nigromante, sostenía que no bastaba la igualdad republicana, puramente política: en vano proclamaréis la soberanía del pueblo mientras privéis al jornalero de todo el fruto de su trabajo.

El Congreso Constituyente emanaba de una gran rebelión popular y los diputados no podían ignorarlo. Rechazaron con vehemencia la propuesta de reducir el derecho al voto a los ciudadanos que tuvieran modo honesto de vivir y supieran leer y escribir y, para constituir un Estado en que el mando, el poder, el gobierno, la autoridad, la ley, la judicatura fueran del pueblo, instauraron el voto universal (masculino) libre y secreto y además, la elección popular de los magistrados de la Suprema Corte. Pero los moderados metieron un gol clave: el sistema electoral indirecto. Los jacobinos advirtieron que ese sería el mecanismo mediante el cual el pueblo sería despojado de la intervención directa en los negocios públicos… como ocurrió en el porfiriato.

¿Democracia de minorías excelentes?, ¿democracia con candados a la voluntad de las mayorías a través de multitud de órganos autónomos integrados por ciudadanos de alta intensidad? ¿O elección popular directa de los magistrados y control popular directo de los órganos de regulación?

Me acordé de todo esto leyendo al consejero Ciro Murayama negar al pueblo (es decir, negar el artículo 39, base de nuestra Constitución), o a un intelectual orgánico escribir este párrafo ejemplar: “La democracia mexicana existe, ha tenido y tiene un camino deseable a seguir, y ese camino es el de la ciudadanía de alta intensidad que encarna como pocos el ciudadano…” [aquí el nombre de un amigo suyo].