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¿La fiesta en paz?

Detrás de esa suspensión improcedente, hay que seguir la ruta del dinero, afirma Antonio Rivera, coordinador de la reveladora edición La fiesta no manifiesta

“E

xtraña que los taurinos en vez de replicar con tantos argumentos como existen, pongan la otra mejilla o guarden sospechoso silencio. Cualquier seudoperiodista puede insultar y nosotros como si nada, como si el que insulta tuviera un gramo de razón no digamos de respeto, pues insulta con adjetivos no con argumentos sólidos. Algunos metidos a defensores de la fiesta intentan conciliar pero son poco congruentes con lo que hacen dentro de la fiesta”, sostiene el culto aficionado Antonio Rivera, yucatanense, no yucateco, de corazón, quien con otros autores, fotógrafos y diseñadores hizo posible que viera la luz el libro La fiesta no manifiesta, la península de Yucatán y su tauromaquia, reveladora joya editorial.

“El libro es un colectivo de investigadores y escritores −añade Rivera−, pero el verdadero autor es el pueblo de la península, la gente de Yucatán, Campeche y Quintana Roo, tan sencilla como auténtica ante un fenómeno taurino desconocido en el resto del país. El grueso de los asistentes a muchos de los cosos que ellos mismos levantan, son mestizos o población originaria que admira, se emociona y conserva una tradición cuyo origen español adquiere insospechadas expresiones, al grado de que a esa mayoría no le interesan los deportes, sino ¡los toros!, a partir de un sincretismo y una confluencia de visiones que no tiene paralelo y donde más que conquista y destrucción hubo el sometimiento de la población.”

“Asentados los toros en la región a partir de 1563, sólo 21 años después de la fundación de Mérida, la afición taurina en la península surge de motivaciones y tradiciones taurino-religiosas. Esto es muy importante: el pueblo observó, reinterpretó, se apropió y finalmente se identificó con una tauromaquia regional luego de que antiguas ceremonias mayas sacrificaban seis venados para que su sangre fertilizara la tierra y participantes y asistentes bebieran y comieran de los animales sacrificados. Los pobladores originarios ven aparecer el toro, sin referencia en su cultura, pero como los primeros festejos taurinos se efectúan en los adoratorios y acrópolis originales, al toro lo llaman ‘venado castellano’, que embiste a lo que se mueve, haciéndolo una víctima propiciatoria más espectacular por su agresividad y anatomía.

“Religiosidad y tauromaquia −prosigue vehemente Antonio− confluyeron en el mismo canal prehispánico. De ahí su fuerte arraigo en la península de Yucatán, con más de tresmil festejos anuales en la región, sin toreros famosos ni toros de hierros renombrados. La fe ancestral del pueblo se mezcla con la fe de modestos empresarios, toreros desconocidos y un público con un claro sentido de celebración tauro-religiosa. El toreo no es ningún espectáculo, ¡es un milagro de supervivencia y de intemporalidad vigente en el inconsciente colectivo de sociedades menos contaminadas!

En los toros, como en lo demás, hay que seguir la ruta del dinero, lo que está detrás de determinado desempeño y de sospechosas gestiones. La fiesta actual es muy clasista, hace las cosas de espaldas al público y a la sociedad en general, relega a toreros que no sean clásicos o académicos y subestima al villamelón y al aficionado potencial. Este silencio de los taurinos es también reflejo de su claudicación ante la bravura y de su desdén e indiferencia ante cualquier anti. Se cayeron los puentes que comunicaban a la fiesta con el pueblo y se han perdido los coloquios que ilustraban y orientaban, remata Antonio Rivera.

Maestro Miguel Ortas, ¡hasta siempre, impetuoso testimonio del arte de vivir!