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Mar de Historias

Cuatro varitos

(T

res focos ahorradores no bastan para iluminar el galerón de paredes desnudas y carcomidas. El mobiliario consta de dos filas de literas y algunos catres. En uno yace un hombre cubierto, de pies a cabeza, con una manta roja, a cuadros, numerada y sucia. Frente a él, en una cama baja, habla Eusebio: huesudo, de cabello entrecano y muy largo que a todo mundo le recuerda a alguien.)

Eusebio: –Amigo, ¿sabes cómo se siente pedir cuatro varitos para comprarte un cigarro? ¡No sé ni para qué chingaos te lo pregunto! Si llegaste aquí lo sabes tan bien como yo y todos los demás que caímos en este agujero. Hace rato estabas tan borracho que no viste en dónde te metían ni quién te trajo. Fue una mujer: un alma caritativa, como la llamó el guardia en turno. No sé su nombre. Aquí los cambian a cada rato porque los sorprenden vendiendo chupe o se van por su gusto, hartos de ver a tanto cabrón jodido como tú y yo, o porque no soportan los malos olores ni los gritos destemplados de los internos que golpean la puerta cerrada y chillan: Me quiero ir (ríe) como si los pobres desgraciados tuvieran a dónde largarse. Estoy seguro de que, cuando despiertes, gritarás lo mismo, aunque no descarto la posibilidad de que no digas nada. Cuando veas lo bajo que has caído te quedarás mudo.

(Eusebio se levanta, camina hasta el centro del galerón, lo mira todo y, aunque sepa que no lo oye, sigue dirigiéndose al hombre que duerme.)

Eusebio: –No sé nada de ti: ni tu nombre, ni de dónde vienes, ni a qué te dedicas cuando no estás emborrachándote. Lo único que puedo asegurar es que ya entraste al grupo de personas que sin darse cuenta tocan fondo y hacen cosas que nunca imaginaron, empezando por pedirle a quien sea cuatro varitos para comprarse un cigarro. Hay cosas peores, como recoger bachichas en la calle, esculcar en los botes de basura para ver si encuentras un pedazo de algo –lo que sea–, antes de que te lo gane un maldito perro.

Y si se te adelanta, peleas con él para arrebatarle lo que piensas que es tuyo, aunque te arriesgues a que te muerda. Una vez me enfrenté a un perro que por poquito me arranca un dedo, pero salí ganándole un cacho de telera. Te juro que nunca ha vuelto a saberme nada tan bien, ni siquiera el bolillito que nos dan aquí en la mañana, antes de que tengamos que irnos. Aprovecho para decirte que en este lugar hay reglas. Están escritas sobre la cartulina pegada en la puerta y en otra que está en el baño. ¡Un asco! Pero con el tiempo te acostumbras y ya ni te das cuenta de las asquerosidades.

(Eusebio regresa al sitio en donde se encuentra el recién ingresado al refugio y lo mira con una mezcla de simpatía y lástima.)

Eusebio: –Te veo dormir y siento una pinche envidia que no te imaginas. Hace años que no duermo de corrido. A cada rato me despierto y tengo que levantarme. Si me quedo acostado me entra la desesperación, me pica todo el cuerpo y sudo como puerco. No me sentiría tan mal si me permitieran encender la luz o fumar. Aquí está prohibido: ya te dije, hay reglas. Si no las cumples nomás no vuelven a recibirte y tienes que dormir bajo los puentes, en algún registro de la luz, en el atrio de alguna iglesia o en plena calle. En eso tengo mucha experiencia. Cuando era chico, si cometía alguna pendejada o fallaba en la escuela, en castigo, mi padre me mandaba a dormir en la calle sin importarle que lloviera, ni las súplicas de mi madre o mis promesas de que ya iba a poner más atención en las clases. Por lo que acabo de contarte pensarás que mi jefe era un hijo de su reputísima, pero fíjate que no. Él fue un buen padre: jamás me puso la mano encima, ni siquiera para darme un abrazo. Para él ese tipo de muestras de cariño eran prueba de que algo tenías chueco y te enderezaba. Cumplía con sus obligaciones: nunca le falló un cintarazo. Una vez pensé en envenenarme tomando el raticida que comprábamos en la tlapalería. No lo hice por temor a fallar y que mi padre, en castigo, me dejara a dormir en la calle, entre ratas. Es lo único que me da de veras miedo, por eso respeto las reglas que imponen en este anexo.

(Eusebio ve que su interlocutor se remueve bajo la manta y con su mano izquierda se aferra al bulto que le sirve de almohada.)

Eusebio: –Siento una pinche curiosidad por saber qué cargas en esa bolsa. Así como estás de apendejado, podría quitártela, despacito, pero no lo hago por temor a que me ataques. Lo digo en serio: aquí los internos son capaces de matar si ven que alguien intenta robarles sus cosas, aunque sean mierdas o basura. Una vez llegó un viejo que traía una mochilita negra colgada de un hombro. Estábamos haciendo fila para entrar al comedor cuando un tipo hizo como que se tropezaba con el recién llegado para poder quitarle su mochila, pero el viejo se lo impidió amenazándolo con una punta que traía escondida en la ropa. Ya más tardecito, fue a sentarse en la banca donde yo estaba, abrió su mochila y sacó unos zapatos de charol todos amolados. Luego, ya cuando medio que me agarró confianza, me dijo que para él ese calzado era un tesoro porque le recordaban los buenos tiempos en que había dirigido una orquesta. (Mira al techo.) Ahora que te lo platico me doy cuenta de que mis buenos tiempos fueron los dos años que fui detective privado. Una vez un compañero me preguntó por qué me dedicaba a eso y le contesté que por chingaderas que me sucedieron. Si ahora esa persona volviera a preguntármelo, no podría responderle ni siquiera eso porque desde hace mucho tiempo se me extraviaron las pistas de mi vida.